07 junio 2010

Sólo bajo reserva

Como cualquiera, uno tiene trozos a los que nadie accede. Más raro ha de ser que ni yo pueda acceder a ellos. O que esos trozos no estén dentro de la cabeza, a salvo, sino fuera y sean incluso visitables. Uno de los más obvios es el cuarto contiguo a la habitación en que trabajo, en el que se apilan –lo intuyo en el margen de puerta que puedo abrir- sin gran orden papeles de hace cinco, diez, quince años. Fragmentos de periódico que llevan ahí, soñándose pirámide, desde el día que los aparté para mejor considerarlos cuando tuviera tiempo. También textos que escribí hace un lustro o más. Como la imposibilidad engendra conveniencia, a veces uno da en pensar que en realidad espero adrede, para que la persona que algún día ha de entrar a hojear eso y la que espera dentro sean distintas, de tan separados el tiempo en que guardé y fui a buscar. Hace dos años el disco duro de mi ordenador murió y sólo ayer me entregaron lo que de él han podido exhumar, que es felizmente mucho, si no todo. Eso supone documentos que creí perdidos sin pomo posible. Pero también acelerar esa visita a un área que uno rara vez frecuenta –las tripas de la memoria, residan en discos duros o gelatinosos. Y junto a lo imprescindible –la infancia documentada de mis sobrinos- asoma la cantidad ingente de información que no quiero o no entiendo. Pero que alguien con mi cara y mis dedos puso ahí. Hay dos formas de valorar lo que ya no reconoces como tuyo: una es entender que cambiaste; otra, que si lo que guardaste para mejor aprovecharlo en el futuro no es nada hoy, es quizá porque nada llama al polvo como los tesoros que no tocas. Así, la habitación-trastero hace su parte y lo que guarda, al pasar cada día delante de su puerta sin entrar, se transforma a solas en algo a lo que cada minuto que pasa le intereso menos.

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