Cinco escritores sustentan la narración con la que el catolicismo se adueñó del mundo a la salida de la edad media. Cuatro de ellos cuentan, con escasos matices, la misma historia –Mateo, Marcos, Lucas, Pablo- completada por el quinto –Juan- con un epílogo moralizante que se lee como un anuncio del Apocalipsis tanto como el oráculo minucioso de lo que la inquisición iba a practicar siglos después. Por eso, como si de un ajuste de cuentas entre escritores, o sus editores, se lee en El País el extractado del artículo publicado por l´observatore romano a la muerte de Saramago, denuncia del allanamiento de territorio mítico que un dueño del mundo hiciera a otro que se hubiera permitido la injerencia en sus dominios inventados, como hubiera sonado si Hemingway hubiera ubicado sus personajes en Yoknapatawpha, Rulfo en Santa María, o Landero en Celama, propiedad respectiva de Faulkner, Onetti y Mateo-Díez.
Antes de ser ruin a fuerza de clásicamente obtusa, la nota es el relato de un encuentro imposible, pues si un escritor se escribe a sí mismo en el personaje, una iglesia pone al personaje a hablar por la boca concreta de sus portavoces. Uno es la materia prima de su invención, el otro, la encarnación pirandelliana del dramaturgo. Aunque, obviamente, esconde el error nuestro de cada día –quien es, según la única lógica aprehendible, dios de su dios, hombre creador del demiurgo en quien creer, blinda su postura invirtiendo el proceso, y así, el escritor se declara infalible al declararse personaje.
Ofende especialmente la afrenta escupida a la ceguera moral de Saramago, como un espejo roto que reprochara a quien se mira en él su aspecto fragmentado. Ese “se declaraba insomne por las cruzadas, o por la inquisición, olvidando el recuerdo de los 'gulag', de las purgas, de los genocidios, de los 'samizdat' (panfletos de la Rusia soviética) culturales y religiosos", tan esa atrocidad frecuente del ofendido: que lo que se le achaca se anule con sólo oponerle la lista de crímenes cometidos por otros, en otro tiempo. Como un juego de suma cero que, a igualdad de muertos, consagre la inocencia de todos los bandos.
En malas novelas, ensayos inanes, poemas vacíos, un escritor comete sus crímenes sobre una hoja, dejándolos ahí, a la vista de todos, para siempre. Sus personajes son siempre inocentes porque un escritor no lo es. Unos y otros –creados y creador- pueden llevar vidas separadas sin que las andanzas de unos y las de otros puedan pedirse cuentas. Un escritor puede escribir evangelios sin ser apóstol de nada. Por eso lo que honra a Saramago ofende la mirada sobre iglesias como la católica: pues mientras ésta denigra hasta la farsa con sus actos las líneas que ella misma se dio a leer, aquel aceptó la más valiente carga imaginable –que sus parábolas no mientan en su representación fuera de las páginas lo que en ellas se vanagloria en defender. Por ejemplo, que un escritor que clama contra quienes trafican con la poca justicia que nos queda no sea, en su tiempo libre, un canalla, un hombre injusto. Gana el más vendido –se entendería mejor si lo expresaran así.
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