16 junio 2010

renuncia y reincorporación

Aunque no todas las situaciones puedan permitírselo, uno ha de obedecer mejor a una voz suave que a una tronante. Incluso si quien escucha es esa parte habitualmente sorda de tu cuerpo –la columna vertebral, los abductores, los serratos. Para quien se asoma a una clase de yoga por vez primera, confiar en la voz que te lo pide es la primera postura inusual. Y que el ejercicio dirigido en los gimnasios haya amplificado la rareza, no elimina lo extraño que es acudir voluntariamente a un lugar en el que obedecer sin poder pronunciar durante el rito una sola palabra. Quizá porque hacerlo sabiendo que es para bien es un prodigio escaso en un mundo donde la obediencia es, en muchos sitios, desde lo personal, un ejercicio de acatamiento, servidumbre o esclavitud, y en lo laboral, un insulto no tan escaso a la dignidad humana o una concurrida tumba del desarrollo emocional o intelectual.

En una guerra o una habitación sin amueblar, obedecemos de mejor gana si las instrucciones son escuchadas por más gente, como si tocáramos a menos. O como si sus efectos fuesen mejores en tanto que compartidos. Y con todo, lo más excepcional de esa obediencia susurrada mientras yaces en una colchoneta, desplazándote lento, rodeado de gente desconocida, en un silencio que no existe fuera de esa habitación, es acatar no con los oídos sino con partes de ti que ni siquiera dirías que sepan obedecer, expuesta esa cuota de libertad invulnerable que es, mande lo que mande tu cabeza, sentir la tensión de tus miembros bullir libre, gritar en su contracción invisible aquello que tu voz acaso no puede. Preguntaos que ha cambiado en vosotros desde que entrasteis hace una hora –susurra la voz, ya al final. Y casi cuesta hacerse cargo de esa responsabilidad, contar tus tropas, recuperar el mando.

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