08 mayo 2007

rattle&snakes

El encaje posible de mundos distantes asoma desde el primer plano de esta necesaria Rhythm is it! al coincidir, sobreimpresionado, el nombre de la Filarmónica de Berlín y su conductor Simon Rattle con un soniquete rap ¿o hip-hop? bailando las letras de forma imposible. O no. En 1995 varios grupos de bailarines no profesionales fueron formados para danzar La consagración de la primavera, de Stravinski. Nutrido por jóvenes de edades de entre 8 y 20 años, y en ellos diversidad de origen y clases sociales, el proyecto pedagógico estaba auspiciado por la Filarmónica de Berlín y fue grabado, desde los primeros ensayos a su ejecución final, por Thomas Grube y Enrique Sánchez Lansch. Como el sacrificio de una primavera que fuera contado a partir de otro sacrificio y otra primavera, se superpone en el documental el arduo proceso de lograr justo eso: el sacrificio, entendido y valorado por un grupo especialmente difícil de jóvenes, de la tarea de trabajar en y por el grupo , con la no menos sencilla domesticación de egos en que consiste la labor de Rattle como conductor del grupo orquestal más renombrado del mundo. Si el relato de ésta última es la búsqueda de la excelencia, la doma del desdén juvenil es el de una transformación que más imposible se antoja cuanto más se insiste en ella desde fuera. Es éste un aprendizaje en el que la coreografía funciona como una lección de motivación y disciplina individual inserta en un área –la danza clásica- que funciona como un modelo social a escala dotado de una armonía, un engranarse que no existe en la vida de aquellos a quienes se les pide, uno en el que el movimiento es el lenguaje, en el que las razones desaparecen de la boca y son transferidas al cuerpo, a salvo de desigualdades, de carencias de clase. Dice Rattle que el ritmo es anterior a las palabras en la comunicación humana, y lo que muestra el tortuoso aprendizaje es que, si no anterior, el ritmo es menos injusto, menos grosero que lo que la comunicación humana va haciendo de sus miembros. Esa búsqueda del matiz tan visible, de la corrección tan necesaria en la educación de los chicos va paralela en el montaje a una segunda búsqueda, esta por parte de Rattle y sus músicos, más que invisible impenetrable para el común de los mortales, al que los matices de la primavera de Stravinski suenan tan arcanos como la consagración del sacrificio para los jóvenes. Y cuya exigencia respectiva hecha de invisibilidades se pone a prueba mutuamente cuando los chicos asisten a un ensayo de la orquesta, y allí, delante de un centenar de adultos considerados como los mejores del mundo en su categoría, ven cómo Rattle les interrumpe y corrige tantas veces como juzga conveniente. Ninguna escena ilustra –cree uno- la conveniencia del esfuerzo, la pertinencia de escuchar, no obstante lo bueno que te creas en lo que haces o no haces. Al respecto, admira el esfuerzo del coreógrafo Royston Maldoon –él mismo alguien que huyó de una infancia desdichada- enfrentado a la dejadez y apatía insomnes del grupo al que trata, al tiempo, de enseñar a callar y dotar de oídos nuevos. Esta última búsqueda, su prospección más bien, es una casi insensata dado que, para enseñar el movimiento preciso inserto en un grupo, ha de derrotar en paralelo la música idiota –entendida ésta como el comportamiento hecho partitura- que todos llevamos dentro en un grado u otro. Podría hacerlo si quisiera –dice una de las chicas. Querrían, como todo educador, Maldoon y Rattle que la sociedad baile esa armonía, ese orden que exige acompasarse a los demás, obvio que la sociedad no quiere para sus pies ese trayecto, queda la lección duradera: la música como un lugar en el que sentirse seguro, a salvo del mundo y de uno mismo.

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