Rodada
a lo largo de 12 años, amén de redefinir la idea de superproducción, la última
película de Richard Linklater es vida imitando cine, y no al contrario, que es
lo habitual. Incluso el lamento final del personaje interpretado por Patricia
Arquette, viendo su vida como un ciclo que acaba, llegada la hora de que su
hijo se vaya a la universidad –“pensé que
habría algo más”- suena más a lo que se le pide a un guión en muchas de las
películas estrenadas. Su mayor logro pudiera ser justo ese: no buscar la ficción,
no buscar una historia por cuyo reparto hubieran matado los hermanos Wachowski,
sino contar la vida a través de la escasa grandeza, de la familiaridad íntima
con la que casi todo lo que le ocurre a cualquiera nos es conocido, sin que de
su enumeración pueda sacarse un relato que pueda sorprender, contar algo nuevo a
alguien. E incluso que algunos personajes salgan de la narración abruptamente como
si un fallo de montaje los hubiera eliminado sin avisar al guionista acaba
honrando esa misma cualidad que la vida real oferta. Enmarcada en ese paisaje
del suburbio norteamericano hecho de casas y jardines idénticos, acaba contando
la mayor y más improbable gloria de una especie tan dotada para la exaltación como
para el aburrimiento: que la supervivencia más digna a la vida pudiera estar no
en el temor a lo que vendrá, sino en negociar con lo que no deja de venir.
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