22 septiembre 2014

35 mm de piel



Rodada a lo largo de 12 años, amén de redefinir la idea de superproducción, la última película de Richard Linklater es vida imitando cine, y no al contrario, que es lo habitual. Incluso el lamento final del personaje interpretado por Patricia Arquette, viendo su vida como un ciclo que acaba, llegada la hora de que su hijo se vaya a la universidad –“pensé que habría algo más”- suena más a lo que se le pide a un guión en muchas de las películas estrenadas. Su mayor logro pudiera ser justo ese: no buscar la ficción, no buscar una historia por cuyo reparto hubieran matado los hermanos Wachowski, sino contar la vida a través de la escasa grandeza, de la familiaridad íntima con la que casi todo lo que le ocurre a cualquiera nos es conocido, sin que de su enumeración pueda sacarse un relato que pueda sorprender, contar algo nuevo a alguien. E incluso que algunos personajes salgan de la narración abruptamente como si un fallo de montaje los hubiera eliminado sin avisar al guionista acaba honrando esa misma cualidad que la vida real oferta. Enmarcada en ese paisaje del suburbio norteamericano hecho de casas y jardines idénticos, acaba contando la mayor y más improbable gloria de una especie tan dotada para la exaltación como para el aburrimiento: que la supervivencia más digna a la vida pudiera estar no en el temor a lo que vendrá, sino en negociar con lo que no deja de venir. 

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