18 junio 2012

waiting on a sunny day

Pasan ya un par de horas apretados delante del escenario cuando uno percibe algo que cabe donde no lo haría una silla y casi ni aire respirable: entre quienes te rodean exultantes, llorando, gritando o todo a la vez, adviertes que la persona a tu derecha debe de tener sesenta años bien cumplidos, y lo mismo los seis que le acompañan. Lo que es normal contemplar en un concierto de James Taylor –al cabo solo un año mayor que Bruce Springsteen- es peculiar en uno donde ejercicios de Pilates deberían ser obligatorios cada seis canciones. Rodeado de no pocos sexagenarios en Taylor, asume uno con naturalidad que aquello que éstos amaran con treinta años merece la misma fidelidad tres décadas después. Como en casi todo, la forma en que quieres algo describe el objeto de hacerlo. Y que asistir a Springsteen con solo trece personas entre tú y él exija una energía no escasa pudiera hablar tan obviamente de lo que das a cambio como de lo que recibes, tengas 20 o 60 años.
Uno cree que el video mejor que saldría de un concierto como el de anoche también podría ser uno que simplemente mostrara a la parte del público de mayor edad agitando sus treinta años de pasión por Springsteen, que no poco tendrá que ver con esa irrelevancia de la espera que es pasar diez horas guardando un lugar en una fila o sentado en el suelo al calor de junio. Impone ver llorar a hombres como árboles que un minuto antes saltaban y coreaban como si la memoria más valiosa fuera aquí la muscular. Salga por los ojos o por la boca, es una energía que no puede ser descrita y que quizá por eso solo puede ser cantada o saltada o sonreída de asombro, de pasmo ante una fuerza tan incansable –casi cuatro horas- como el dolor de espalda, piernas, y voz de quienes la contemplan.
En poco más de un mes se ha podido ver en Madrid a Taylor y Springsteen. Es tanto un prodigio de la capacidad musical como de la longevidad: sumas la edad de ambos y tienes a Wagner… vivo. Como tampoco la juventud, la vejez no tiene porqué parecerse a la de un hombre que salta y grita o hace llorar de pura emoción a quienes van a verle, pero cuánto de lo que agitaba anoche a media docena de sexagenarios no será también adrenalina intacta, esperando solo el momento adecuado, el lugar preciso, el ejemplo lo suficientemente vivo. Parte de esa espera se contrae ya, hasta la siguiente, tan improbable, ráfaga de tiempo sin edad.

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