Uno cree que
el video mejor que saldría de un concierto como el de anoche también podría ser
uno que simplemente mostrara a la parte del público de mayor edad agitando sus
treinta años de pasión por Springsteen, que no poco tendrá que ver con esa
irrelevancia de la espera que es pasar diez horas guardando un lugar en una fila
o sentado en el suelo al calor de junio. Impone ver llorar a hombres como
árboles que un minuto antes saltaban y coreaban como si la memoria más valiosa
fuera aquí la muscular. Salga por los ojos o por la boca, es una energía que no
puede ser descrita y que quizá por eso solo puede ser cantada o saltada o
sonreída de asombro, de pasmo ante una fuerza tan incansable –casi cuatro horas-
como el dolor de espalda, piernas, y voz de quienes la contemplan.
En poco más
de un mes se ha podido ver en Madrid a Taylor y Springsteen. Es tanto un
prodigio de la capacidad musical como de la longevidad: sumas la edad de ambos
y tienes a Wagner… vivo. Como tampoco la juventud, la vejez no tiene porqué parecerse
a la de un hombre que salta y grita o hace llorar de pura emoción a quienes van
a verle, pero cuánto de lo que agitaba anoche a media docena de sexagenarios no
será también adrenalina intacta, esperando solo el momento adecuado, el lugar
preciso, el ejemplo lo suficientemente vivo. Parte de esa espera se contrae ya,
hasta la siguiente, tan improbable, ráfaga de tiempo sin edad.
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