Segundas y felices partes
Sea acaso indiferencia por el aprecio técnico, por lo que de precisión importe en el arte su ejecutoria, uno se aburre mortalmente en el ballet clásico, peor aún: uno no puede dejar de verlo poderosa, inevitablemente cómico, pura fantasmagoría amanerada, falsa hasta el tuétano que se deja ver bajo las mallas, y donde cada una de tan trabajada pose es justo eso: pose que recuerda a una muestra perversa de figuras de lladró. Preciosista de maquillaje y mueca forzada, toda emoción y pulsión hecha porcelana, o sólo máscara del hueco. Dicho lo cual, y felizmente excepción en el no pocas veces espléndido Festival de Danza visto en Madrid hasta hoy, tres son las coreografías que ha traído el Ballet de la ópera de Leipzig al Teatro Madrid estos días, la primera y la tercera son clasicismo apenas atemperado. Ambas a cargo de Uwe Scholz, danzan a Rachmaninov con una intimidad de ballet de cámara, y a Beethoven con tantos bailarines como profesores quepan en la orquesta. Marco Goecke es el responsable de la segunda de las coreografías: visceral, oscura, gritada, gemida, aleteada como pájaros negros, sexual a veces, vital en todo momento, tan radicalmente nada que ver con Scholz, y a la que las versiones de las canciones de John Dowland que Sting grabara hace dos años aportan, siendo tres siglos más antiguas que Rachmaninov y Beethoven, infinitamente más modernidad y latido a esa danza deconstruída que uno siente moverse con la ambigüedad y tortura que lo hacen los sentimientos, que lo que, antes y después, a ritmo de Scholz pasa de puntillas por el escenario, entre otras áreas.
La pérdida de una realidad, el hallazgo de otra.
Viene felizmente viéndose no pocas veces en este Festival de Danza en Madrid que una coreografía admite el teatro tanto como éste lo integra ya todo, y qué feliz, apropiado hallazgo el de sumar una lectura del Quijote que habla de locura lo justo y de pasos más cuerdos otro tanto. Egon Madsen es un Don Q cuyo quijotismo, bufón y tentativo, no poco debe a la presencia subordinadamente vigorosa de Eric Gauthier –San ch?. Con doble mimo ambos, sigue Madsen a su escudero por el escenario, acompasando su edad a la de quien portara en energía la dosis de locura bailada, o simplemente escénica, que sobra a Gauthier. El resultado es una vivaracha miniatura, delicadamente poética de humor, cercanía y sostén mutuo que incluye al Quijote en sus metáforas pero no tiene temor de desbordarlo si la música sugiere salir de él. Nunca es, en cualquier caso, mucho tiempo sin volver a ese recorrido en el que a cada aventura le sigue una parada del cuerpo que es también del ánimo, como corresponde a los tropiezos con la realidad, y así tras embestir bailando los molinos, se regresa andando hasta la siguiente oportunidad. Absurda, hecha de solidaridad y melancolía la obra toda, la Dulcinea travestida en Gauthier –que para vestirla entra en un armario que se cierra al ir a tocarla Don Q- aporta un delicioso giro a la inmortal historia de favores que el escudero torea por afecto a su señor en el descubrir Don Q la peluca con que simulara Sancho la amada del primero, y cómo al reproche por la farsa sigue un perdón que es reconocimiento, y que en asumir su soñar despierto le lleva a ponerse él mismo la peluca rubia con que Sancho mantuviera viva la ilusión que el anciano necesita. Una revista, no siempre bailada, sobre la pérdida de la realidad –cabe pensar cita el texto del folleto al coreógrafo, Christian Spuck. Y sin embargo La Abadía era el sábado un lugar de sonrisas, de pasos no de extravío sino de revelación.
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