26 abril 2008
En las horas que deja el hospital
La figura del sacerdote que espera en el interior del confesionario como si dentro de una nave espacial que esperara que los planetas vinieran a buscarle. Quien pasea a estas horas la iglesia del ¿Buen Consejo? recorre el itinerario de sus capillas como quien la sala de un museo. El hombre del confesionario levanta la cabeza y ve pasear por la exposición. No llegan a diez las personas sentadas en los bancos y quizá las moscas vienen a zumbar a la ventanilla, pero es la admiración por los fastos de sus paredes lo único que quizá confiesan los pocos que lo recorren. Somos arte, en eso hemos quedado –piensa tal vez el párroco. Museos de cera sombríos, acechados, como todo en esta ciudad, por el terrenal ruido que martillea no sé qué sótano. Y más parece un almacén al que arrumbaran los dioramas de ecosistemas olvidados, extintos, momificados como las aspiraciones de una organización que pensara estos techos sobrehumanos con que albergar almas de semejante tamaño, o quizá sólo domeñar, acaudillar con ello cuerpos jibarizados en medio de semejantes proporciones. Nadie viene y me habla –sabe el párroco, un rato antes y después de auparse al altar a hablar a quienes no le hablan a él. De las metáforas claras de invención y sorteo de videncias en que consiste esto, pocas más claras que esta de las lecciones impartidas en público a partir de lo que el público hace años dejó de hacerte saber. Entendida la liturgia como terminología, lo imponente preserva el silencio como rasgo vivo, pero el resto de sus lenguajes decaen como los ratios de cumplimiento de dios fuera de estas paredes. Actitudes, vestimentas, recorridos posibles, severidad extrema. Sólo las estatuas preservan la frágil escayola de los ritos que fueron y hoy no se piden como no se pide a un invitado que cocine o friegue. Fieles han de esperar pocos, y por cada letanía que llega como un silbido de detrás de mí vienen y van decenas de turistas que no lo son de la fe menos que de la arquitectura o el arte medieval. El silencio como pecado en ausencia de lo que no se confiesa. Ahí sí ha de saber el confesor de qué se habla en su empresa.
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