23 junio 2007

Salem

Si, separados apenas por un par de tabiques, han coincidido por unas semanas dos textos que vienen o van de la purga de la ortodoxia comunista a su siempre rastreable precedente, un tercero se suma ahora, en la ópera de Brecht y Weill, a la triada de obras escritas a golpe de hoz y martillazos que el Español acaba de enlazar. Si Louis Aragón escribió en 1972 la carta de despedida que sirve de inspiración al estupendo Vals del adiós que se ha visto en la despedida del gran Fernando Guillén, Henry Miller escribió –por cierto a partir de una danza no menos privada- Las brujas de Salem en 1950, estos días en la versión, también dirigida por él, de Alberto González Vergel. Se lee estos días que, en su escritura a partir de un hecho real sucedido en 1692, Miller privilegió la prisa por denunciar la caza de brujas desatada en su país por el inquisidor Mac Carthy, y cierto o no, la premura recorre la acción de sus jueces y sus víctimas: unos, los más, por ver aplazada o esquivada la condena que les acusa sin pruebas; otros, los menos, por castigar cuanto antes lo que no existe sino en las cabezas de los acusadores; y en medio de ambas, la más reconocible de las causas: los más puros y simples despecho y venganza como hilo mayoritario de la soga. En un mismo plano de relevancia –conexión con la actualidad incluida- que la intolerancia y el poder de la superstición, esta es una obra sobre el poder de invención que más fuerza adquiere cuanto más ignorante y maniatado el entorno en que sucede. El miedo a ser castigada hace que la acusada señale, invente, otros culpables. Si lo falso de la acusación primera –brujería- es real –ha de pensar- entonces, lo que se invente a partir de eso fácilmente ha de ser visto con igual credulidad. La invención íntima –que oculta no poca crítica social- está en el origen de las pruebas que inician el proceso: el testimonio de la fámula negra que, sumisa y oprimida, dice haber escuchado del diablo la promesa de trajes bonitos, premio que promete en superstición, en creencia privada –con lo tribal como cebo en el personaje- lo que el sistema le negará con sus normas, y cuya necesidad será todo lo que los representantes de la sociedad requieren para alumbrar el más crédulo oído a lo que viene del ser más atemorizado, ignorante y tratado como inferior. Invención paranoide hay en la lectura de los libros en que el inquisidor reverendo Hale declarará contener, explicada, reducida, la idea de lo demoníaco y la ley que se deriva de ella. Y donde está ya el ascua para quemar otros libros y los lectores que hagan falta, con la misma fe con que a mediados del XVI pintara Berruguete los libros que habrían de salir volando del fuego para demostrar su virtud. La religión que describe Miller –y religión era lo que Mac carthy esgrimía- es, inventado el infierno a partir de quienes no lo representan, la bruja real. La noción fantasmal y afiebrada de fiscal, de tribunal, de testigo, de la idea de pruebas. Todo es aquí pura invención, superchería recién hecha al servicio de supercherías intocables, en las que denunciar con la debida convicción es más relevante que aportar pruebas. Existe una conjura –dice el jefe del tribunal para afirmar, como sucede fuera de los teatros, que la razón, más que ocuparse de lo demostrable, está para sostener lo imposible: el que nunca hay pruebas suficientes que nieguen lo que sólo existe en la cabeza.

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