30 mayo 2014

Vanesa Winship



En una curiosa modalidad de coberturas compensatorias, el mismo día que uno termina de pelearse con la aseguradora de su moto, entro en la nueva sala de exposiciones de la Fundación Mapfre en Bárbara de Braganza justo el día que se inaugura. Lo hace con las fotografías de Vanessa Winship. Tomadas en la región de los Balcanes hace dos décadas, muestran una pobreza encapsulada en los retratos de niños a los que convivir con la precariedad pareciera haber superpuesto una gravedad adulta, que, desplazada a las imágenes de adultos en grupos, o avanza hacia la brutalidad en sus miradas o retrocede hacia la vulnerabilidad infantil en gestos de impotencia o desamparo. Sus paisajes son también los de algo que podría ser lo que quiso o debió ser, y es otra cosa lograda por agotamiento o abandono: Muy cerca de una fotografía de las columnas de un puente, dejadas a medio hacer, y que semejan las de un templo griego puesto en el sitio equivocado, otra de una familia rusa caminando al pie del muro que separa las vías de un tren que quizá lleva años sin pasar, sugiere una idea alucinada: que en medio de un paraje empobrecido, quienes lo caminan lo hagan de turistas, que esas bolsas que llevan y bañadores que visten pudieran contar un viaje que conscientemente eligiera ese lugar. En otra un grupo de hombres y niños albaneses que parecen esperar un camión que abastezca de agua recuerda las estampas que Norman Rockwell creará en la década de los 40 para alentar y honrar el heroísmo bélico primero, y cívico después, del que salió Estados Unidos como un país que en adelante no esperaría ya nada de nadie. En lo que ha visto Winship hay tanta carencia que sorprende que miren todos en la misma dirección, como si lo que necesitan solo pudiera venir de un sitio y no de todos a la vez.

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