En
una curiosa modalidad de coberturas compensatorias, el mismo día que uno
termina de pelearse con la aseguradora de su moto, entro en la nueva sala de
exposiciones de la Fundación Mapfre en Bárbara de Braganza justo el día que se
inaugura. Lo hace con las fotografías de Vanessa Winship. Tomadas en la región
de los Balcanes hace dos décadas, muestran una pobreza encapsulada en los
retratos de niños a los que convivir con la precariedad pareciera haber
superpuesto una gravedad adulta, que, desplazada a las imágenes de adultos en
grupos, o avanza hacia la brutalidad en sus miradas o retrocede hacia la
vulnerabilidad infantil en gestos de impotencia o desamparo. Sus paisajes son
también los de algo que podría ser lo que quiso o debió ser, y es otra cosa
lograda por agotamiento o abandono: Muy cerca de una fotografía de las columnas
de un puente, dejadas a medio hacer, y que semejan las de un templo griego puesto
en el sitio equivocado, otra de una familia rusa caminando al pie del muro que
separa las vías de un tren que quizá lleva años sin pasar, sugiere una idea alucinada:
que en medio de un paraje empobrecido, quienes lo caminan lo hagan de turistas,
que esas bolsas que llevan y bañadores que visten pudieran contar un viaje que
conscientemente eligiera ese lugar. En otra un grupo de hombres y niños albaneses
que parecen esperar un camión que abastezca de agua recuerda las estampas que Norman
Rockwell creará en la década de los 40 para alentar y honrar el heroísmo bélico
primero, y cívico después, del que salió Estados Unidos como un país que en adelante
no esperaría ya nada de nadie. En lo que ha visto Winship hay tanta carencia que
sorprende que miren todos en la misma dirección, como si lo que necesitan solo
pudiera venir de un sitio y no de todos a la vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario