Correr
cuando el mundo se queda solo es salir de la paz y llegar a lo fantasmal: como ocurre
un domingo, temprano, las calles vacías crean una ciudad nueva, que acabara de
ponerse en marcha, aún sin usar, sin ensuciar, una que no nos necesitara. Caminarla
mientras todos se ocultan en sus casas, no dormidos sino aguantando la respiración
delante de un televisor es recorrer un mundo de espectros, del que eventualmente
vienen gemidos, suspiros o gritos al unísono, que parecen venir de todas partes,
pero sin que llegues a ver a nadie, como si las propias calles vacías los
generasen para no sentirse raras. El espejismo alcanza incluso a los plásticos
que cubren los muebles dejados en una terraza mientras las obras tienen lugar
en uno de los pisos del edificio. Cuando uno sale a correr, éstos han
abandonado los muebles y caen hacia el suelo, ondeando al suave viento de la
tarde como una bandera blanca, que es, como cualquiera puede entender, más de rendición
que de otra cosa.
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