Siete años han pasado desde que Israel Elejalde se
asomara por vez primera al Centro Dramático Nacional. Y quizá porque el tiempo
de los autores que ayudara a encarnar no se ha movido un ápice de Ibsen a
Galdós, las peripecias de sus personajes tampoco lo han hecho. El único amigo
que Ibsen pusiera a disposición del doctor Stockmann en su Enemigo del pueblo resultaba,
en la Doña perfecta, de Galdós, más de los que el protagonista –Pepe Rey- podía
encontrar en un pueblo perdido de la España de finales del XIX. A merced en
Ibsen de todos los que, en la advertencia sobre la calidad de las aguas del
balneario, prefieren la mentira a ver arruinada la fuente de sus ingresos, y en
Galdós de quienes, por mor de la autoridad obvia de la iglesia y el absolutismo
de la burguesía local atrincherada, conspiran contra la elemental verdad que
defiende el joven llegado a Orbajosa, Elejalde está más solo cada vez. También
porque el lado que defiende en solitario la verdad es más vulnerable si quien
defiende la mezquindad es de su propia sangre –el hermano en Ibsen, la tía en
Galdós. Su Alcestes reluce estos días en El misántropo como un enésimo
Zaratustra, sin el consuelo de tener a quien mirar a los ojos mientras aquel le
traiciona, dado que en la versión de Del Arco, esa es una misión al alcance de
cualquiera. Encarnará un día a John Proctor, de Las brujas de Salem y su
muestrario sobre el jurado torticero o directamente fanático seguirá puliéndose.
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