Como casi todo lo que pudiera rodarse a partir del Antiguo Testamento, Noé, de Darren Aronofsky, es una película sobre el sentido del humor de dios. Más específicamente, sobre cómo quien no juega a los dados con el universo podría albergar cierta disposición a hacerlo con los hombres. En uno de los escasos hechos que el guión no modifica o fabula directamente, con el destino de la especie humana en juego, convencido Noé de que dios no desea más hombres que los que vayan a bajar del arca, y al saber que la mujer de su hijo Set está embarazada, tras jurar matar al recién nacido si es niña, dios envía no una sino dos gemelas a su vientre. Sin tanto estrés, incluso Noé habría apreciado el sentido del humor de quien extermina a una especie en su práctica totalidad para luego dar a esa especie la oportunidad de repetir los mismos errores, esta vez sin tanta competencia.
Como los propios inquilinos del arca, cada idea no literalmente tomada del Libro del Génesis es también doble, y si una sirve para vender entradas, la otra no desmerece ni del mundo previo a ese diluvio, ni del posterior: son los descendientes de Caín los llamados hombres, solo ellos. El mundo previo al castigo divino es uno familiar: la deforestación brutal, la contaminación impune, la tierra esquilmada, el canibalismo simbólico y el otro, las ciudades, las máquinas. Solo la presencia del descendiente de Caín dentro del arca es redundante, pues, como recalca Noé a quien quiere escucharle, eso viaja ya dentro de cada uno de ellos. Noé y Set Matan a cuantos pueden para salvaguardar la misión encomendada. Noé deja morir después a quienes claman antes de que la inundación se los trague. Las líneas más verosímiles son, ya sea dirigidas a dios o a aleccionar a uno de los hijos de Noé, las del tataranieto de Caín –“yo doy la vida y yo la quito, como tú”.
Anclado
en la parquedad expresiva de dios y en la dificultad de consensuar con él un
diccionario, las preguntas más interesantes de la película tienen que ver con
el tormento interior de Noé, convencido, con razón, de que obedecer a dios es
defraudarle y confiar en su criterio, un acto de ingenuidad que tiene en cada
uno de los miembros de la familia regeneradora un ejemplo distinto: Noé no
puede matar a un recién nacido si dios no se toma la molestia de impedir el
embarazo, que sería lo más fácil y limpio. Su esposa niega la voluntad de dios,
que viene de ejecutar a millones de adultos y niños, solo porque estos niños
son sus nietos. Set, una vez padre, opina igual. Cam es el más humano de todos
ellos: la sensación de tener menos que su hermano y el deseo de venganza
corroen su alma. La pregunta de quién traiciona a quién –si Noé a dios, dios a
Cam, Cam al resto- es menos interesante que ver en el desenlace –el diluvio
como acto estéril si la especie humana pervive- uno que dios debía prever, al
poner en las manos de un hombre la decisión sobre los frutos de su propia
sangre.
La
última década ha visto, con esta, tres arcas llenar los cines: la que Roland Emmerich
fletara en su 2012 (2009) y la que Scott Derrickson bajara del cielo en el
remake de Ultimatum a la tierra (2008). Si ésta respetaba ortodoxamente la
simbología del arca –los animales a salvo por parejas, el hombre a salvo, desaparecido
de la faz de la tierra-, aquella añadía el matiz más verosímil posible: que los
ocupantes de las tres arcas construidas a tiempo lo fueran avalados por los
ingresos que pudieran pagar el camarote, de forma que militares
estadounidenses, jeques árabes y millonarios rusos navegan plácidamente hacia el
futuro de la especie. Si asistir al comportamiento de los hombres sirve para
juzgar a dios, y mirar a éste como aquel del que surgiéramos hechos a su imagen
y semejanza, sirve para declararnos inocentes, la película de Aronofsky añade un matiz de esperanza a futuro: si al menos descendiéramos de Jennifer
Connelly.
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