Compuestas
con cincuenta años de diferencia, Ruggero Leoncavallo y Pablo Sorozabal escribieron,
respectivamente, sus Pagliacci (1892) y Black el payaso (1942) cuando el circo
era un personaje que solo moría en escena. El montaje doble de estos días en El
Teatro de la Zarzuela ha invertido el orden, pero dudosamente la profecía. Incluso
disponer de un espacio fijo en Madrid que lleva el nombre de Circo Price solo
sirve hoy para advertir cómo los payasos que en la ficción musical pugnan y
sufren queriendo ser otra cosa –un rey, un hombre- lo han logrado: en el circo
moderno muy raramente asoma un payaso ya. La admonición de Tonio al principio
de Pagliacci –“yo soy el prólogo”- es
tan profética acerca de la caída como lo sea una de las primeras que pronuncian,
al unísono, Black y White –“¡Y hay quien
dice da preocupaciones gobernar a las naciones! ¿Y gobernar al público no es
nada?”. Mientras la ópera regenera permanentemente sus obras mayores –de Monteverdi
a Gershwin- al tiempo que crea su propio repertorio contemporáneo, la zarzuela
declina porque sus libretos son, en su mayoría, material apolillado. Entre el
White payaso y el White primer ministro, el público menor de cuarenta años escoge
hoy… a Tonio y Canio, aunque sean éstos los que pasen la obra entera sin salir
del circo y no a quienes, en la obra de Sorozabal, no lo pisan. Hay cierta
crueldad en que lo que vale para buena parte del género de la zarzuela y la
opereta no lo haga en Black el payaso –su música y su libreto son estupendos-, y
lo que se aplica a Pagliacci –libreto más bien simplón- la ubique, pese a todo,
entre las óperas más populares y representadas. Tratando ambas de la verdad dentro
de la simulación, hablan también de ese reducto amenazado del payaso que cumple
hoy su función: Leo Bassi sufre amenazas del sector más integrista del catolicismo
cada vez que sus monólogos hablan de ese circo fangoso: la religión fuera del
libreto que se pregona desde hace siglos.
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