También el poder de lo que amas se muestra con solo mirar
a quienes te rodean en el acto de hacerlo. Y aún siendo James Taylor a quien
uno no deja de mirar mientras canta, también la proximidad de los extraños que
se apiñan en torno a ti cuenta esa emoción, aunque improbablemente te hermane
con adolescentes, matrimonios de setenta años, veinteañeras, y todo un abanico
posible de edades conmovidas. Si hay algo asombroso en que quizá algunas
canciones sean todo lo que uno tiene en común con otra persona es que ese nexo
excave tan hondo en cada uno de lo seres distintos. Y que ese vínculo sean tan
poderoso como para sentir que sí, que uno podría acabar siendo este hombre de
sesenta años o aquel de setenta. También porque dignifica la comunión fugaz que hace salir a hordas taradas a recorrer las calles de la ciudad como si
las estuvieran tomando militarmente tras un partido de fútbol. Cuantos de los
infiernos personales a los que Taylor ha sobrevivido no serán, desde ese lado
del concierto, el mismo reverso: el estribillo sabido, imitado, de los que se
apiñan frente a él.
para B., a quien Taylor y el resto hemos venido a ver
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