16 mayo 2012

dramaturgos de obra ajena




Qué más normal en un Festival de otoño que tiene lugar en mayo que ver un montaje de Robert Lepage el miércoles, uno de Peter Brook el jueves, uno de Simon McBurney el domingo. Frondoso, tupido, hecho de ramas que aparecen y se desvanecen el primero; despejado, luminoso, grácil el segundo; apabullante, operístico, ambicioso hasta lo temerario el tercero. Es lo mejor del festival –se escucha a una mujer a la salida de la primera de las 24 obras –The suit- que aún no ha podido ver. Y quizá lo que está diciendo, adoración o fidelidad aparte, es que Brook, como Lepage, McBurney o Robert Wilson son formatos tan esencialmente reconocibles de un festival de teatro contemporáneo como un molde que se proyecta hacia atrás: Eurípides hubiera amado a Robert Lepage, Beckett habría escrito para Peter Brook, Wilson habría llamado… a Wilson.
Playing cards 1: spades; The suit; The Master and Margarita. Cada camino tiene su logro, y confluyen en que la creación reconocible de un estilo pudiera ser, en su respectiva destilación, una cualidad dramatúrgica como lo sea el pentámetro yámbico en el teatro isabelino o el rol del coro en el teatro clásico griego. Aunque la obra de Brook –sumados ensayos y memorias- casi iguala en extensión a la conservada de Sófocles, el logro de los tres es ser directores de escena y aún así operar sobre el texto como lo hace un dramaturgo: no versionando, sino reescribiendo. Y que el autor sea el personaje no es una idea infrecuente: si la peripecia de Bulgákov es explícitamente la del Maestro en su novela, si uno pestañea, a quien ve dentro del personaje principal de The suit es al propio Brook.
En ella se cuenta el descubrimiento por un hombre de la infidelidad de su mujer. Y lo que aquel escoge entonces como castigo es, en su creatividad, puro acto de dramaturgo: no alejar o destruir la prueba del delito, sino obligar a su mujer a sentar al traje a la mesa cada día, a darle de comer, a bailar con él. El propio traje como encarnación del hombre que no está es puro Brook: símbolo que se construye por ausencia, por reducción de elementos que están sin estar, como en su Gran inquisidor, disertado por Bruce Myers hace cuatro años a un testigo mudo.
Convertir en fábula cuanto toca –sea una versión de La flauta mágica con cuatro cantantes y un piano, o esta historia de oscuro rencor marital en un cuento musicado- tiene que ver en Brook con revelar la esencia, el hueso, tanto como, en Lepage, con viajar de un trozo del cuerpo a otro donde a veces se arrastran gestos musculares de uno a otro, o se olvidan durante una hora hasta que asoman de nuevo. Si se podría crear un montaje con lo que Brook deja fuera, Lepage es minucioso en los encuadres de una historia, como si la multiplicidad de ángulos –en Playing cards, literalmente- sirviera para contar lo que una situación, un personaje, una localización puede ayudar a contar de otra.
Mientras Brook exige una atención más lúdica, más relajada, Lepage plantea el acceso a nuestra inteligencia como una operación militar compleja. Si uno reduce el armamento a la expresión hablada o cantada, el otro aglutina cuanto arsenal técnico y expresivo pueda caber al servicio de Stravinsky o de una creación coral. Más obvio en Brook, si merecen la cualidad de dramaturgos, es porque, por encima de exhuberancia o reducción, ambos sirven al gran silencio a que aspiran Sófocles, Shakespeare, Calderón, Chejov, Ibsen, Beckett o Bernhardt. Que no es otra cosa que renunciar a explicar si el destino de Edipo pudiera tener que ver con la osadía de derrotar a la Esfinge; cuánto del encuentro con el espectro del padre acaso sea solo delirio de Hamlet; o si es Nora la que realmente se cansara de tener un juguete por marido.
Solo podemos intuir la calidad precisa del sufrimiento de Philemon en The suit. ¿Es su orgullo o su amor afrontado lo que castiga a su mujer?. ¿Qué mueve al ludópata, recién saldadas sus deudas al final de Playing cards, a donar su fortuna nueva a una oscura limpiadora del hotel?, ¿qué sueñan en realidad las vidas alucinadas de la pareja embarazada cuando se abandonan a la aparición de un chamán que viene a cambiarles para siempre?. Dado lo asombroso del empeño de adaptar la novela de Bulgákov -El maestro y Margarita- McBurney dudosamente podría añadir una pregunta más incluso si quisiera. Pero las de aquel resuenan con más fuerza, dada la minimización de las explicaciones: si en el paralelismo perfecto del cristianismo y el estalinismo Pilatos tiene a Stalin, Jesús al Maestro y Judas al amigo que traiciona al escritor para quedarse con su casa, ¿es Margarita María Magdalena?, ¿tiene su paralelismo también el afecto que Pilatos siente hacia el crucificado?, ¿quién es el trasunto del verdadero culpable  -el sumo sacerdote Caifás- en la rusia descrita por Bulgákov?, ¿quién es, pues, el Pilatos ruso?
Como McBurney, si Brook habla del individuo, Lepage lo hace de la sociedad. Pero sus personajes bien podrían venir de la obra del otro. Para afrontar la cualidad aislada del dolor si vienen de Lepage; si desde Brook para colapsar una vez insertos en el engranaje múltiple y simultaneo que abruma los sentidos en los montajes del canadiense. Es centro contra periferia, espejos contra el eco que parece venir de todas partes, pero no tan distinto misterio. Aunque en McBurney sea el de la ferocidad del sistema y los sacrificios del amor, de la compasión, de la creación literaria; en Brook de la hiel bebida como horchata; y en Lepage, de una visión nublada del mundo que no impide pasar por él con miedo, rabia y deseo.
Es imposible –aquí o en Nueva York- ver tres óperas sobresalientes en tres días; leer tres libros tan distintos, tan magníficos en los mismos tres días, improbablemente hallar en cines de estreno tres obras maestras que ver en tres días consecutivos. En Madrid es posible, y casi sin salir del mismo teatro. 

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