Qué más normal en un Festival de otoño que tiene lugar en mayo que ver un montaje de Robert Lepage el miércoles, uno de Peter Brook el jueves, uno de Simon McBurney el domingo. Frondoso, tupido, hecho de ramas que aparecen y se desvanecen el primero; despejado, luminoso, grácil el segundo; apabullante, operístico, ambicioso hasta lo temerario el tercero. Es lo mejor del festival –se escucha a una mujer a la salida de la primera de las 24 obras –The suit- que aún no ha podido ver. Y quizá lo que está diciendo, adoración o fidelidad aparte, es que Brook, como Lepage, McBurney o Robert Wilson son formatos tan esencialmente reconocibles de un festival de teatro contemporáneo como un molde que se proyecta hacia atrás: Eurípides hubiera amado a Robert Lepage, Beckett habría escrito para Peter Brook, Wilson habría llamado… a Wilson.
Playing cards 1: spades; The
suit; The Master and Margarita. Cada camino tiene su logro, y confluyen en que
la creación reconocible de un estilo pudiera ser, en su respectiva destilación,
una cualidad dramatúrgica como lo sea el pentámetro yámbico en el teatro
isabelino o el rol del coro en el teatro clásico griego. Aunque la obra de
Brook –sumados ensayos y memorias- casi iguala en extensión a la conservada de Sófocles,
el logro de los tres es ser directores de escena y aún así operar sobre el
texto como lo hace un dramaturgo: no versionando, sino reescribiendo. Y que el
autor sea el personaje no es una idea infrecuente: si la peripecia de Bulgákov
es explícitamente la del Maestro en su novela, si uno pestañea, a quien ve
dentro del personaje principal de The suit es al propio Brook.
En ella se cuenta el
descubrimiento por un hombre de la infidelidad de su mujer. Y lo que aquel
escoge entonces como castigo es, en su creatividad, puro acto de dramaturgo: no
alejar o destruir la prueba del delito, sino obligar a su mujer a sentar al
traje a la mesa cada día, a darle de comer, a bailar con él. El propio traje
como encarnación del hombre que no está es puro Brook: símbolo que se construye
por ausencia, por reducción de elementos que están sin estar, como en su Gran
inquisidor, disertado por Bruce Myers hace cuatro años a un testigo mudo.
Convertir en fábula cuanto toca
–sea una versión de La flauta mágica con cuatro cantantes y un piano, o esta
historia de oscuro rencor marital en un cuento musicado- tiene que ver en Brook
con revelar la esencia, el hueso, tanto como, en Lepage, con viajar de un trozo
del cuerpo a otro donde a veces se arrastran gestos musculares de uno a otro, o
se olvidan durante una hora hasta que asoman de nuevo. Si se podría crear un
montaje con lo que Brook deja fuera, Lepage es minucioso en los encuadres de
una historia, como si la multiplicidad de ángulos –en Playing cards,
literalmente- sirviera para contar lo que una situación, un personaje, una
localización puede ayudar a contar de otra.
Mientras Brook exige una
atención más lúdica, más relajada, Lepage plantea el acceso a nuestra
inteligencia como una operación militar compleja. Si uno reduce el armamento a
la expresión hablada o cantada, el otro aglutina cuanto arsenal técnico y
expresivo pueda caber al servicio de Stravinsky o de una creación coral. Más
obvio en Brook, si merecen la cualidad de dramaturgos, es porque, por encima de
exhuberancia o reducción, ambos sirven al gran silencio a que aspiran Sófocles,
Shakespeare, Calderón, Chejov, Ibsen, Beckett o Bernhardt. Que no es otra cosa
que renunciar a explicar si el destino de Edipo pudiera tener que ver con la osadía
de derrotar a la Esfinge; cuánto del encuentro con el espectro del padre acaso
sea solo delirio de Hamlet; o si es Nora la que realmente se cansara de tener
un juguete por marido.
Solo podemos intuir la calidad
precisa del sufrimiento de Philemon en The suit. ¿Es su orgullo o su amor
afrontado lo que castiga a su mujer?. ¿Qué mueve al ludópata, recién saldadas
sus deudas al final de Playing cards, a donar su fortuna nueva a una oscura
limpiadora del hotel?, ¿qué sueñan en realidad las vidas alucinadas de la
pareja embarazada cuando se abandonan a la aparición de un chamán que viene a
cambiarles para siempre?. Dado lo asombroso del empeño de adaptar la novela de Bulgákov
-El maestro y Margarita- McBurney dudosamente podría añadir una pregunta más
incluso si quisiera. Pero las de aquel resuenan con más fuerza, dada la
minimización de las explicaciones: si en el paralelismo perfecto del
cristianismo y el estalinismo Pilatos tiene a Stalin, Jesús al Maestro y Judas
al amigo que traiciona al escritor para quedarse con su casa, ¿es Margarita
María Magdalena?, ¿tiene su paralelismo también el afecto que Pilatos siente
hacia el crucificado?, ¿quién es el trasunto del verdadero culpable -el sumo sacerdote Caifás- en la rusia
descrita por Bulgákov?, ¿quién es, pues, el Pilatos ruso?
Como McBurney, si Brook habla
del individuo, Lepage lo hace de la sociedad. Pero sus personajes bien podrían
venir de la obra del otro. Para afrontar la cualidad aislada del dolor si
vienen de Lepage; si desde Brook para colapsar una vez insertos en el engranaje
múltiple y simultaneo que abruma los sentidos en los montajes del canadiense.
Es centro contra periferia, espejos contra el eco que parece venir de todas
partes, pero no tan distinto misterio. Aunque en McBurney sea el de la
ferocidad del sistema y los sacrificios del amor, de la compasión, de la
creación literaria; en Brook de la hiel bebida como horchata; y en Lepage, de
una visión nublada del mundo que no impide pasar por él con miedo, rabia y
deseo.
Es imposible –aquí o en Nueva
York- ver tres óperas sobresalientes en tres días; leer tres libros tan distintos,
tan magníficos en los mismos tres días, improbablemente hallar en cines de
estreno tres obras maestras que ver en tres días consecutivos. En Madrid es
posible, y casi sin salir del mismo teatro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario