12 mayo 2012

adivina quién no viene esta noche

El logro último de Miguel del Arco, erigido en su ascenso sobre sendas reformulaciones de Luigi Pirandello y Máxim Gorki, podría ser, coherentemente, la multitud de realidades adaptadas que pueden verse en su El inspector, estos días en el Valle Inclán. A saber: 1. del texto de Nikolai Gógol; 2. de lo que un periódico pueda llevar contando recientemente del expolio de la hacienda pública, perpetrado con luz y taquígrafos en nuestro país; 3. finalmente, de lo que Eduardo de Filippo pusiera en su Arte de la comedia, superlativamente montado en La Abadía hace dos años. Las dos primeras –la descripción de un alcalde corrupto atemorizado por la visita de un inspector y lo que cualquiera puede leer hoy día en un periódico- funcionan como una caricatura y su modelo puestos a convivir. Engranan con triste naturalidad, aunque la versión pierda distancia irónica y gane en vodevil. Acaso con más filo contaría sus puñales si el trazo de tanto arribista no fuera tan obvio que corre el peligro de verse como una parodia de un vicio –el robo de lo público- en vez de su retrato servido con reducción de hiel.
Sin un solo observador dentro de la obra que sospeche o advierta la farsa, el montaje se ve como la versión guasona y afiebrada de El guateque, de Edwards, contada desde la página de política nacional. O, por su mezcla de fatalismo y denuncia, como un esperpento. Y tanto, que su vehículo principal, el alcalde, viene de tener la misma cara de Gonzalo de Castro en Luces de Bohemia. Sin un solo instante apenas en que un personaje se quede a solas para rumiar su desvarío o su contribución a la mentira general, sus mejores momentos suceden cuando el alcalde amaga con insistir su honestidad imposible delante de sus colaboradores. También es justo, en ese asomo de aspirar a ser quien de ninguna manera puede ser, cuando más nítidamente asoma aquel gobernador que di Filippo pusiera a sospechar de cuanto ciudadano entra a su recién ganado despacho, en la duda literal de si no serán acaso actores tratando de burlarse de él.
La incredulidad como sustituto de la autoridad no solo es un artefacto teatral más rico y con más matices que la mera farsa sobre la corrupción generalizada, también lo es por emplear el núcleo real del problema de la política como expolio: la desaparición del bien común. Si el gobernador que acaba de llegar a su puesto en un pueblo de la Italia de los años 30 no distingue lo que le es explicado como problemas nítidos, con caras y causas concretas y comprobables, el cinismo de este alcalde ruso en 1836, y español hasta la médula en 2012, da para dar varias vueltas a la población que regenta, como si el objetivo fuera, no ignorar las consecuencias del robo, sino entenderlo con criterios de Libro Guiness de los records. Es una caricatura que superpone trazos en vez de retraerlos. Por eso su transparencia cansa por repetitiva. Y por eso los números corales en que, como un grupo de coristas brechtianos, la troupe canta al amor del neoliberalismo por el interés general, en vez de funcionar como despertadores de la metáfora, se ven como una repetición de los mejores momentos de lo que llevan dos horas contándote.
Aunque legítimo, aunque necesario, la única consecuencia desdichada de insertar la denuncia actualizada dentro de una obra es que acabes eligiendo entre denuncia y obra. El inspector trata del combate entre un político adulador que trata de corromper a quien cree un funcionario enviado a juzgarle, y el teatro que éste acepta componer para no perder lo que las prebendas del engaño. Si di Filippo diseñó mejor su balanza es porque puso literalmente a la política, encarnada en el gobernador, a sospechar del teatro, representado en el empresario Oreste Campese. Cuando éste, animado por el político, se anima a fabular políticas culturales, aquel reacciona como quien ve invadido su espacio, sus funciones y privilegios. Originado en lo que el teatro viene a pedir a la política, ésta reacciona ante lo que el teatro dice de ella. Extrañamente, si el mecanismo dramático fluye mejor en El arte de la Comedia, el logro superior de El inspector sucede… en el patio de butacas. Habla del teatro como agitador social, como despertador moral. También de ese vector valiosísimo del teatro público: que el gobierno que patrocina desmantelamientos sociales y protege a su casta como un capo a su clan… patrocine al mismo tiempo la exhibición explícita de lo que niega en los periódicos. 

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