Sin un solo observador dentro
de la obra que sospeche o advierta la farsa, el montaje se ve como la versión guasona
y afiebrada de El guateque, de Edwards, contada desde la página de política nacional.
O, por su mezcla de fatalismo y denuncia, como un esperpento. Y tanto, que su
vehículo principal, el alcalde, viene de tener la misma cara de Gonzalo de
Castro en Luces de Bohemia. Sin un solo instante apenas en que un personaje se
quede a solas para rumiar su desvarío o su contribución a la mentira general, sus
mejores momentos suceden cuando el alcalde amaga con insistir su honestidad
imposible delante de sus colaboradores. También es justo, en ese asomo de aspirar
a ser quien de ninguna manera puede ser, cuando más nítidamente asoma aquel
gobernador que di Filippo pusiera a sospechar de cuanto ciudadano entra a su
recién ganado despacho, en la duda literal de si no serán acaso actores
tratando de burlarse de él.
La incredulidad como sustituto
de la autoridad no solo es un artefacto teatral más rico y con más matices que la
mera farsa sobre la corrupción generalizada, también lo es por emplear el
núcleo real del problema de la política como expolio: la desaparición del bien
común. Si el gobernador que acaba de llegar a su puesto en un pueblo de la
Italia de los años 30 no distingue lo que le es explicado como problemas
nítidos, con caras y causas concretas y comprobables, el cinismo de este
alcalde ruso en 1836, y español hasta la médula en 2012, da para dar varias
vueltas a la población que regenta, como si el objetivo fuera, no ignorar las
consecuencias del robo, sino entenderlo con criterios de Libro Guiness de los
records. Es una caricatura que superpone trazos en vez de retraerlos. Por eso
su transparencia cansa por repetitiva. Y por eso los números corales en que,
como un grupo de coristas brechtianos, la troupe canta al amor del
neoliberalismo por el interés general, en vez de funcionar como despertadores
de la metáfora, se ven como una repetición de los mejores momentos de lo que
llevan dos horas contándote.
Aunque legítimo, aunque
necesario, la única consecuencia desdichada de insertar la denuncia actualizada
dentro de una obra es que acabes eligiendo entre denuncia y obra. El inspector
trata del combate entre un político adulador que trata de corromper a quien
cree un funcionario enviado a juzgarle, y el teatro que éste acepta componer
para no perder lo que las prebendas del engaño. Si di Filippo diseñó mejor su
balanza es porque puso literalmente a la política, encarnada en el gobernador,
a sospechar del teatro, representado en el empresario Oreste Campese. Cuando
éste, animado por el político, se anima a fabular políticas culturales, aquel
reacciona como quien ve invadido su espacio, sus funciones y privilegios. Originado
en lo que el teatro viene a pedir a la política, ésta reacciona ante lo que el
teatro dice de ella. Extrañamente, si el mecanismo dramático fluye mejor en El
arte de la Comedia, el logro superior de El inspector sucede… en el patio de
butacas. Habla del teatro como agitador social, como despertador moral. También
de ese vector valiosísimo del teatro público: que el gobierno que patrocina
desmantelamientos sociales y protege a su casta como un capo a su clan… patrocine
al mismo tiempo la exhibición explícita de lo que niega en los periódicos.
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