Bird viene de ser nombrado
ejecutivo del año en la NBA, lo cual poco significa hasta que se considera que
alguien con su mismo nombre fue en su día primero el mejor jugador durante tres
años consecutivos en los Celtics y, años después, el mejor entrenador en los
Pacers. Es sencillamente un prodigio irrepetible del manejo de decisiones tan
distintas como haber sido logradas con el balón en las manos, con doce
jugadores a tus órdenes, y finalmente con una lista de cientos de jugadores
posibles con los que confeccionar un equipo. La ampliación de responsabilidades
vuelve el logro aún más complicado, dado el número creciente de imponderables
que escapan al control. Y ni siquiera las pistas que dejara Bird en sus tiempos
de corto lo explican –jugando al lado de McHale y Parish, sus rebotes fueron
siempre superiores; jugando al lado de Ainge y Johnson, sus asistencias también
lo fueron.
Pero de alguna forma sus logros
como jugador adquieren así un brillo nuevo, de hecho solo al alcance de Jerry
West. Uno que tiene que ver con construir el equipo adecuado, ya te lo
encuentres en el vestuario el día que entras en él por vez primera a ponerte la
camiseta, ya te toque diseñarlo desde los despachos. Como Johnson, Bird solo
dobló la rodilla cuando su equipo lo hizo. Jordan les sucedió a ambos, pero lo
hizo como un canibal, alguien que en todo momento salía a ganar con sus
compañeros o a pesar de ellos, de quien, dentro o fuera de la cancha, no se
postrara ante él. Pero incluso alguien bendecido con todos los poderes
imaginables no ganó nada hasta que alguien con un talento menos infinito, por
no decir sospechoso –Jerry Krause- hizo el único movimiento que Jordan aún se
ha demostrado incapaz de hacer, una vez retirado: tomó las decisiones adecuadas
al obtener el mismo año a Grant y Pippen. Krause fue Jordan al menos por un
minuto. Jordan lleva siendo Krause desde que se retiró.
Es una forma transparente de
entender el alcance de lo logrado por Bird: lo ha seguido siendo en sus
sucesivas encarnaciones, es decir, cuanto más se alejaba del balón, de aquello
por lo que se le considerara un genio. Dejar atrás un cambio de piel tras otro
sin que la nueva deje ver el cambio es meramente complicado hasta que se
considera la presión que rodea la competición en la NBA, y directamente asombroso
si se le suma el peso que su nombre carga sobre todo lo que Bird haga dentro de
un pabellón de baloncesto. Se entendería mejor si junto a las camisetas que
cuelgan de los techos del Boston Garden, junto a las de Russell, Cousy o Bobby
Jones, colgara también la americana de Red Auerbach; o junto a las de Jabbar,
Mikan, Johnson, lo hicieran las de Jerry West o Pat Riley. Porque entonces uno
podría elevar la vista y contemplar, repartidos en dos pabellones distintos,
tres uniformes diferentes con un mismo apellido en cada una de ellas. Y si uno
imaginara entonces que, dado que los pabellones albergan a veces deportes
distintos, ese apellido reconoce tres trabajos completamente distintos,
entonces, improbablemente, estaría en lo cierto.