Solo omitir a
Lima sería más incomprensible. Con todo lo que supone escribir Pou, Flotats,
Espert, Gómez, Gas, Pascual, Rigola, Vera o Vasco, Lima podría ser hoy el más
sobradamente atractivo reclamo que un cartel teatral pueda imprimir. En ello
juega también el que estar a la cabeza de Animalario no suponga ser la única
cabeza de Animalario. San Juan ha firmado adaptaciones extraordinarias
–Argelino-, Roberto Álamo, Javier Gutierrez, o el propio San Juan copan algunas
de las mejores interpretaciones de los últimos años, y los montajes de la
compañía son, en versión reducida –pongamos esta de San Juan y Guillermo
Toledo- o ampliada –el Marat Sade de hace unos años, o Falstaff- el mismo
engranaje sólido y nervioso al tiempo, estable y fulgurante de nervio teatral,
ya sea para decir a Shakespeare o a Cavestany. Que también podría decirse así
–ya sea para restallar un brillo del que, fuera de su aportación, carecen el teatro
Arenal o el propio Galileo.
Devolver el
gran teatro allí donde rara vez asoma es una virtud de los grandes. También lo
es arrastrar hasta las salas lo que sucede fuera de ellas: no cuesta mucho ver
en el desamparo y la fragilidad de los dos matones (Montaplatos) la misma que
paraliza la de los dos deficientes mentales (Elling), que tanto se parece a la
que tiene detenida la vida de millones desde que la crisis explotara. Ni uno
solo de los cuatro personajes termina de entender qué dice el otro, qué quiere
o qué teme. Como si despertar fuera peor que todo lo anterior, las peripecias
de todos transcurren en una cama o su proximidad. Las instrucciones que esperan
les destruyen en la espera –Montaplatos- o en su llegada –Elling. Su comicidad
es trágica, nerviosa, desesperada. Su inocencia respira instinto o brutalidad,
tanto como su culpa suda inocencia o una ignorancia que les libera.
La crisis que
desnuda los escenarios de atrezzo y personajes bien merece llenarse del dolor
que la nutre. Y cualquiera que haya oído hablar a Lima alguna vez puede deducir,
sin gran esfuerzo, que acaso representar teatro sea un gesto más logrado cuanto
más nítido se reconozca el teatro torvo que sucede fuera, en la política o la economía,
por doquier. Y si el díptico en cartel habla, por un lado, de dos hombres que
esperan saber a quién matar y, por otro, de dos que esperan la oportunidad de
empezar a vivir, acaso viene, respectivamente, de Pinter y de Ambjorsen,
Hellstenius y Naes tanto como de los periódicos y los telediarios. Si la
peripecia de todos ellos nos conmueve es porque el temblor de todos ellos, como
el de todos nosotros, no es ficción. Hay que ser actor y narrador al tiempo
para ver con semejante lucidez las líneas que los unen.
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