03 febrero 2012

viniste a ver a otro

De las tres encarnaciones como personaje que uno recuerda de Andrés Lima, dos lo son de narrador en escena (Hamelin, en 2005 y Falstaff, en 2011) y la otra (El moralista, en 2003) como Denis Diderot encargado de redactar el capítulo sobre moral que Rousseau se niega a escribir. Coinciden estos días dos soberbios montajes dirigidos por Lima –Elling, en el Galileo y El montaplatos, en el Matadero- y mientras el Lima narrador sirve para sumar volumen invisible a los personajes que pasan por ambas, es el que sustituye a otro el que sirve para ilustrar esa paradoja del reclamo teatral –a quién va a ver uno cuando va a ver a Harold Pinter, a Alberto San Juan o Carmelo Gómez. Irónicamente, en el díptico que te entregan con Elling es más que arduo localizar al autor del texto, escondido entre decenas de nombres, como si la novela de Ingvar Ambjorsen en que se basa la adaptación de Axel Hellstenius y Peter Naes fuera una anécdota comparada con la versión de David Serrano para la ocasión.

Solo omitir a Lima sería más incomprensible. Con todo lo que supone escribir Pou, Flotats, Espert, Gómez, Gas, Pascual, Rigola, Vera o Vasco, Lima podría ser hoy el más sobradamente atractivo reclamo que un cartel teatral pueda imprimir. En ello juega también el que estar a la cabeza de Animalario no suponga ser la única cabeza de Animalario. San Juan ha firmado adaptaciones extraordinarias –Argelino-, Roberto Álamo, Javier Gutierrez, o el propio San Juan copan algunas de las mejores interpretaciones de los últimos años, y los montajes de la compañía son, en versión reducida –pongamos esta de San Juan y Guillermo Toledo- o ampliada –el Marat Sade de hace unos años, o Falstaff- el mismo engranaje sólido y nervioso al tiempo, estable y fulgurante de nervio teatral, ya sea para decir a Shakespeare o a Cavestany. Que también podría decirse así –ya sea para restallar un brillo del que, fuera de su aportación, carecen el teatro Arenal o el propio Galileo.

Devolver el gran teatro allí donde rara vez asoma es una virtud de los grandes. También lo es arrastrar hasta las salas lo que sucede fuera de ellas: no cuesta mucho ver en el desamparo y la fragilidad de los dos matones (Montaplatos) la misma que paraliza la de los dos deficientes mentales (Elling), que tanto se parece a la que tiene detenida la vida de millones desde que la crisis explotara. Ni uno solo de los cuatro personajes termina de entender qué dice el otro, qué quiere o qué teme. Como si despertar fuera peor que todo lo anterior, las peripecias de todos transcurren en una cama o su proximidad. Las instrucciones que esperan les destruyen en la espera –Montaplatos- o en su llegada –Elling. Su comicidad es trágica, nerviosa, desesperada. Su inocencia respira instinto o brutalidad, tanto como su culpa suda inocencia o una ignorancia que les libera.

La crisis que desnuda los escenarios de atrezzo y personajes bien merece llenarse del dolor que la nutre. Y cualquiera que haya oído hablar a Lima alguna vez puede deducir, sin gran esfuerzo, que acaso representar teatro sea un gesto más logrado cuanto más nítido se reconozca el teatro torvo que sucede fuera, en la política o la economía, por doquier. Y si el díptico en cartel habla, por un lado, de dos hombres que esperan saber a quién matar y, por otro, de dos que esperan la oportunidad de empezar a vivir, acaso viene, respectivamente, de Pinter y de Ambjorsen, Hellstenius y Naes tanto como de los periódicos y los telediarios. Si la peripecia de todos ellos nos conmueve es porque el temblor de todos ellos, como el de todos nosotros, no es ficción. Hay que ser actor y narrador al tiempo para ver con semejante lucidez las líneas que los unen. 

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