07 noviembre 2011

la zarza ardiendo


El término “repoblación” posee un valor si lo que ilumina es la presencia humana y otro si lo que se quema es un pinar. Lo que puede hablar y caminar es una cosa y lo que no, otra. Tener una infravida y no una vida –en términos inferidos de la opinión de ana botella sobre el papel del hombre en la biosfera- se demuestra en que los árboles se quedan parados mientras el fuego les devasta, y en esa muestra de inferioridad biológica que es necesitar lustros para arraigarse y resistir al frío y la sequía cuando una constructora solo necesita unos meses para levantar un modelo similar. Siguiendo el patrón mental de la sra. botella, añade uno la ventaja en semejante biorritmo e inmovilidad de imaginar a qué velocidad asombrosa me habrán visto correr los pinos de Conde Orgaz durante los últimos quince años.
Las personas no están casi nunca donde uno piensa, y desde hace una semana, parte del pinar tampoco. Hay que correr un buen rato para llegar hasta esa cuesta y si no lo has hecho desde principios de septiembre, la visibilidad repentina de esas colinas peladas es una puñalada. Dejas la senda paralizado y te adentras en un paisaje que no estaba ahí desde hace muchos años, desde antes de la repoblación. Solo que ahora están ambos, superpuestos: la loma despejada y los tocones como balas clavadas boca abajo en la tierra. “Fuego de pastos –se lee en abc de hace dos meses- matorral, arbolado bajo, pinos de repoblación, pequeños”. Ni una línea imposible sobre el esfuerzo que les llevó alcanzar la pequeñez, sobre los largos años de edificación lenta, armoniosa, como si para sustituir un paisaje de matorral por otro de pinos hubiera de hacerse con cuidado, con atención, hasta parecer no un cambio sino una prolongación de la idea previa.
Cómo entenderlo en esta ciudad, modelo de urbanismo criminal como el país entero. Madrid es un bosque de edificios que crecen en un año y se quedan para siempre como llamas permanentes donde antes hubiera acaso pinos, abetos o cedros majestuosos como los que, protegidos por ley en el solar que se ve desde estas ventanas, acompañaran durante décadas a una casa pequeña y ahora agonizan a la sombra del edificio impersonal de cuatro alturas en el que sus inquilinos han sembrado flores al pie de uno de los dos cedros imponentes, ya muerto. Pero han bastado unos días de lluvia para que en las lomas ennegrecidas del pinar surja el color verde, nunca lo suficiente como para ocultar la alfombra de papeles, bolsas, botellas y colillas, pero moteando ya los pies amputados. También desde aquí se ve la enredadera que crece en la pared que da al solar de los cedros. Dejada morir hace años, un nuevo brote asciende ya por la pared.
En su novela La guerra de los mundos, H.G. Wells imaginó una invasión mortífera venida de otro planeta que a punto de arrasar la civilización humana en la tierra, sucumbe ante las bacterias terrestres para las que carecen de defensas. Ficción –lees al localizarlo en la biblioteca. Está en el anaquel equivocado.

1 comentario:

A.Pérez dijo...

pues eso, que no saben "por donde se andan" dicho en términos más de andar por casa. siento que tu pinar sea ahora algo "menos tuyo"