En la estela del Holandés errante, estos días en el Teatro Real, regresa del mar del tiempo detenido Claude Lanzmann. Como aquel, siete? años después de la última vez, en el Instituto Francés. 7 años más lejano todo, más indiferente a la reescritura de lo humano que cuentan sus documentales –todos sobre el holocausto judío a manos del nazismo. Contra la anestesia, autopsia. Contra el sueño inducido de lo irrelevante y lo fugaz, tres, cinco, nueve horas de narración de lo imposible, de lo inimaginable. La historia del cine comienza con la primera proyección pública de los Lumiere el 28 de diciembre de 1895. Lo que albergaba ese útero era la salida de obreros, una fábrica, la demolición de un muro, la llegada de un tren. A la manera en que la alemania nazi reinventó lo humano en el molde exacto en que Caín –el nombre importa poco- le diera forma, la fábrica, los muros, los trenes están en la obra de Lanzmann con las facciones exactas en que los hijos recrean a los padres. El fracaso precede al logro, y si no es para esto que nuestra mente se adueñó del mundo, al menos es para esto que los Lumiere lograron el cine.
CBA. 21.1-2.2
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