11 enero 2010

Horas de sueño

/Mi noche con Maud

En Rohmer está lo que deberías hacer y luego lo que haces, y frecuentemente mientras optas por una u otra opción no dejas de pensar, y hablar, de la segunda. Y aunque no haya forma de saberlo en ese momento, lo cuenta ya ese principio de la película en que Jean-Louis/Jean-Louis Trintignant y Francoise/Marie-Christine Barrault se encuentran en una iglesia, durante la misa, y allí sus miradas se buscan con una gravedad que las presuponiera delictivas.

Concebido como el tercero de sus cuentos morales, pero rodado en cuarto lugar, Mi noche con Maud mantiene las constantes vitales de los tres episodios previos, y termina de confirmar una sospechada ya: que el protagonista cuya voz es, al tiempo, la del narrador, se miente a sí mismo tanto como a los demás.

Hay algo de esa mentira también en la forma en que Jean-Louis –católico circunspecto, grave, algo misántropo- sale de misa y persigue en coche a Francoise por las calles estrechas de la ciudad de Clermont, maravillosamente fotografiada por Néstor Almendros.

Esa obsesión, hija directa de una claridad emocional que nadie tiene aquí, va a ir modificando al personaje hasta hacer de él una conciencia igual de sinuosa que las calles que persigue, acelerado, al principio.

Rohmer escribe a sus personajes como salidos de uno de esos libros que tanto aparecen –en las estanterías de una librería o como trasunto de la conversación- y quizá es para poder desleerles, desescribirles en el momento de mostrarles como seres tan distintos de lo que dicen ser.

Y aunque la película es, enteramente, propiedad de la enigmática Maud/Francoise Fabian, hay un personaje –Vidal/Antoine Vitez- que sirve de nexo al pragmático Jean-Louis en el camino que va de su vida alejada, milimétricamente controlada, de la catársis que será su noche con Maud.

La moral que ordena privarse de cosas, la que responde “relativiza todo”. Vidal es, así, tanto lo que Jean-Louis es como lo que será, pues, como él, ama a Maud pero la comparte, y cuantos más principios filosóficos guarda dentro, más posibilidaes de traicionarlos se le abrirán.

En ese juego en que se apuesta ya antes de sentarse a la mesa –a la cama, literalmente- Rohmer no perdona incluso a la purísima, angelical Francoise, cuya virtud impepinable –amar a una sola persona, o comprometerse con una sola- lleva encima la mancha, en su recién relación con un hombre casado, de haber querido fuera lo que dentro no.

El prodigio aquí es que Jean-Louis –que se dice enamorado de Maud y de Francoise, y nunca, aunque sólo un plano separe besarlas a ambas, parece falso en una de las dos- no va a dejar de ser ese tipo grave, extrañamente moral pese a todo, que pide agua mineral en un bar y dice no hallar razones para hablar con alguien sólo porque trabaja a su lado ocho horas diarias.

Cierto que esa raigambre ética fracasa en la práctica lo mismo que se agota en las conversaciones sobre el cristianismo talibán de Pascal y las disertaciones abstrusas sobre posibilidad matemática.

Discursivo, a veces con la apariencia de un tratado de la renuncia que no termina de serlo de lo bien que está engarzada en un orden interior, en un orden sabido de lo que uno es y no es, el logro de esta noche es esa cama que Maud tiene en el salón, para poder tenerlo todo: el sueño y a quien sueña.

Es esa rara plenitud, justicia acaso, la que permea este camino que va de lo que no tomas porque no debes a lo que tanto no debes que acaso no quieres. Pero es igual de borroso tomar que renunciar, no hay tratado de la fidelidad que tenga las páginas contadas, y nadie tiene aquí sus días seguros.

Ni siquiera Maud, la más libre, la más vitalmente aferrada a perseguir lo que quiere en cada momento, pues Rohmer la condena a vagar sin obtenerlo, y que en la escena final tanto podría parecerse a esa seguridad que reserva, como recompensando, a Jean-Louis y Francoise.

Jean-Louis es el narrador y para él, creer es el eje de todo. La noche que pasa con Maud –maravillosa, elegantesima muestra de lo que se puede conseguir y perder en un segundo- es acaso la escena de amor más breve jamás filmada.

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