Quizá a fuer de ver en el ruido de Madrid una neblina que oscurece las posibilidades de vivir en paz en ella, Javier Marías ve en el humo –que también lo atufa todo- un ruido igual de atroz y que le acosa. La ley permite matarse fumando a quien lo quiera, y para eso se vende tabaco como se venden coches que permiten alcanzar 250 km/h o tenedores que uno puede emplear para sacarse los ojos. Pero penalmente perseguido si es contra otro que lo usas. El sustrato común a todos los textos de Marías contra el escaso sentido cívico que abunda aquí es el efecto que tienen sobre quienes pasaban por allí y escasa culpa tienen, aquí caben sus diatribas contra usos bobos del espacio público, decibelios reunidos o congregación de masas contra algo o alguien. Y su razón tiene en quererse a salvo de todas ellas. Como esperaría uno que contara entre las plagas la que, en un gesto unánime e impune a fuerza de ubicuo, es ejército de fumadores llenando de colillas –genuino residuo de esa libertad tan justa- calles, playas, montes y cualquier sitio al que lleguen.
Raramente acuñaría uno la idea de fundamentalista de la quietud o la sabiduría a quien quiera para su entorno lo que él. Y sin embargo cansinamente llama fundamentalista a quien aspira a un aire que no apeste, que no se pegue a su ropa o a sus pulmones con efectos inmunes al detergente. Esgrime Marías la libertad como el derecho a no privar a quien lo desee de ejercerla donde se le antoje. En ese sentido, la ley antitabaco es tan injusta como la que limita la velocidad en las carreteras, la que prohíbe hacer fuego o portar armas sin permiso. Todas ellas se basan, no en lo que uno pueda hacer contra sí mismo –estrellarse dentro de un coche, inmolarse o pegarse un tiro- sino en el riesgo que entraña para quienes, como Marías por Madrid, pasan por ahí en el momento menos adecuado.
La razón por la que existen los locales topless, billares, discotecas o casinos que Marías aduce como espacios de persecución debida si se hace con quienes fuman, es porque lo que uno pueda hacer en ellos es sólo perder dinero, tiempo o capacidad auditiva. Uno podría entrar mil veces y ser mil veces inocuo para quienes, fuera de esos locales, eligen no entrar. Que el tabaco mate o arruine el aspecto de quien fuma importa menos que salvaguardar a quien no fuma. Es lo que, como tantos otros, de ninguna forma está dispuesto a aceptar Marías: que la libertad que exige para él ha de ser siempre, prioritariamente, la de quien no porta algo con lo que dañar a otros, y sólo después, la de quien ha decidido que lo anterior le importa poco. Que no entren donde estoy –esgrime. Con lo que esto acaba siendo cuestión de dónde acaba el espacio que uno tiene derecho a contaminar del gusto propio, y ese es, fuera de su casa, el de la discreción, el de la invisibilidad de sus efectos. Exacto, como las calles que son de todos y no sólo de quienes las emplean para colapsarlas con manifestaciones –religiosas o no- o ensuciarlas de ruido o ideas idiotas.
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