“Es la paradoja de ciertos magnicidios:
lanzan al héroe a la inmortalidad, dejándolo inmóvil en el momento decisivo:
aquel en que uno ha de salvarse o destruirse”. –escribe Juan Claudio de Ramón, ayer en El País,
acerca de la muerte de Jean Jaurés, hace 100 años. Asesinado apenas unas
semanas antes de que comenzara la I guerra mundial, por oponerse a la ley de los
tres años de servicio militar obligatorio, que quizá salvó a Francia de perder aún
más vidas, de haber seguido vivo, Jaurés difícilmente habría podido no acabar compartiendo
cierta noción explícita que Blasco Ibáñez pusiera en boca del prenazi julius von hartrott, en Los cuatro jinetes del
Apocalipsis -“En Alemania tenemos gentes que viven bien y no desean la
guerra. Es conveniente hacerles creer que son los enemigos los que nos la
imponen, para que sientan la necesidad de defenderse… La moral estorba a los
gobiernos y debe suprimirse como un obstáculo inútil. Para un estado no existe
la verdad ni la mentira: solo reconoce la conveniencia y la utilidad de las
cosas”. En 1914 Francia necesitaba esa ley tanto como necesitaba que alguien
revelara la monstruosidad que iba a permitir. Qué más triste prueba que ambos,
Jaurés y Francia, fueran asesinados a la vez.
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