12 enero 2012

voz que rebota atrás

El cantor de jazz (1927) no solo sucedió al cine mudo como un asteroide sucede allí donde cae, también trajo un sonido que era el de la caída de un formato que imperó durante 30 años, y simultáneamente el eco amplificado de otro que ya existía en los escenarios de Broadway. De ellos salió El cantor de Jazz para convertirse en la primera película sonora, y de esos escenarios llegaron los argumentos de los que tiraría la música, tanto como la palabra, para hacer del primer cine sonoro uno que en las siguientes dos décadas fue tan masivamente cine bailado como hablado. The Artist (2011) sucede en ese tiempo también. Y acaso su más obvio mérito sea ser al mismo tiempo tan clara herencia de Cantando bajo la lluvia (1952) como verosímilmente hecha para parecer previa a ésta. De ahí el asombroso molde de este George Valentin/Dujardin en que parecería inspirado aquel Don Lockwood/Kelly. Los dos espejos más obvios entre ambas –la coprotagonista rubia menospreciada por el galán, El caballero dualista como antigualla de otra era, la aparición de una joven aupada por quien será su amado, finalmente- tiran de su primera aparición, en 1952, pero su inclusión en la magnífica y temeraria revisión de Hazanavicius es, como todo en su película, uso maravillosamente elegante de recursos olvidados o superados –la gestualidad que incorpora una película muda, el equilibrio de información suficiente a que obliga no trufar de cartelas la historia, un lenguaje narrativo creado para los ojos de hace un siglo, volcado sin forceps para caber en los actuales. El hondo declive de un mundo como consecuencia del ascenso de otro es, por demás, una formidable ironía, obvia en los raros momentos de silencio absoluto, cuando la sala atiborrada se llena además del sonido que viene de la sala de al lado, como si la voz del cine contemporáneo –que, entre otras cosas, arrinconó hasta casi expulsar, el musical como género- no permitiera la resurrección de un enemigo al que, ni habiendo enterrado, consigue hace callar.

La llegada del sonoro trajo una paradoja que resuena en The Artist a cada plano: el poder de la música para contar una historia… que pueda hacer innecesarias las voces de sus protagonistas. No hay década sin ejemplos: de haber estado vivo en 1951, George Gershwin habría podido llenar por completo Un americano en Paris hasta poder contarla por si sola. La música de Bernard Herrmann narra Psicosis (1960) sin gran ayuda, como acaso también Henry Mancini pudiera ser todas las voces que Desayuno con diamantes (1961) necesite. La música de Scott Joplin que George Roy Hill escogiera para narrar El golpe en 1973 posee ese mismo don. John Williams habría podido nacer en 1890 y aún así haberse convertido en el mejor músico que el cine mudo hubiera podido soñar. ¿Qué sino fe en esa narrativa pura es dejar que Williams compusiera un tema libremente al que luego Spielberg se adaptaría para montar los últimos diez minutos de Encuentros en la tercera fase?. Como Fritz Lang, Chaplin o Wilder, Hitchcock halló una voz aún más formidable al encontrarlas todas. Pero solo él dirigió dos veces la misma película –El hombre que sabía demasiado-, una a los pocos años de logrado el sonoro, y otra dos décadas después. Quizá por eso, cuando la vida de este George Valentin en plena caída parece estar acercándose al silencio final, la música que suena no es la de Ludovic Bource, sino la de Herrmann para Vértigo. Luciendo así el mejor milagro de la música encargada de ser la voz de sus personajes: poder traer a esta historia de 1927 rodada en 2011 el mismo dolor que paralizara a James Stewart en 1958.

3 comentarios:

A.Pérez dijo...

que chulo el post! está genial! como resumen, ideal para acompañar los millones de hojas de mis clases de cine en la uni. te hubieran gustado! :)

uliseos dijo...

me hubieran gustado tus compañeras de clase :)

A.Pérez dijo...

jejejeje!!! sip! recuerdo alguna... alta, guapa...