05 enero 2012

trabajos de amor perdidos

Escritas con unos veinte años y unos 1.800 kms. de diferencia –Noche de reyes, entre 1599 y 1602; y El perro del hortelano, en 1618-, podrían ser representadas tras intercambiarse dos de sus personajes principales sin que las conciencias respectivas se hallaran muy fuera de lugar. No tanto por la más obvia de las permutaciones -pones a Olivia a ser la Condesa de Belflor, y se encontraría inmersa en similar y confusa puja amorosa por su mano que hallaría ésta –Diana- si trasplantada a Illyria. Y ni siquiera habrían tenido que desplazarse mucho: de Napoles a la costa este del mar adriático, digamos Croacia. 


Tampoco en el destino que hermana al Shakesperiano mayordomo Malvolio y el Lopiano secretario Teodoro, a pesar de las señales obvias –similar grado de arribismo, respectivos dos competidores de noble cuna, o la misma puja amañada por la mano de su respectiva ama. Sino por la misma decepción del sentimiento que escala desde una clase inferior hacia la que espera arriba. Y como en ellas, también viniendo de sitios próximos: de la coraza de su altura ética aquel, de su amor bien plantado éste. Otra forma de verlo es decir que ambos vienen de un amor seguro y se dirigen, con plano falso, hacia uno minado, pues Malvolio vive dentro del perfecto amor a sí mismo: arrogante, grave, sin más voluntad que relucir con el brillo de los candelabros que abrillanta, su amor va de él a sí mismo. Siendo su opuesto –seductor, galante, rápido- Teodoro ama a Carmela con un amor a salvo, hecho de los mismos ingredientes en ella y él.

Si ambos pueden cruzar de obra y sufrir de lo mismo es porque el amor-cebo que les espera en campo abierto –A Malvolio el de su ama, Olivia; a Teodoro el de la suya, Diana- aunque atraído con burla en el primero y con amor celoso en el segundo, sigue el mismo patrón de amor-margarita: ahora me aman, ahora no. Obvio que mientras Shakespeare hizo a Olivia inocente en el juego de pistas ignoradas (repartida la malicia entre la criada María, el bufón Feste y Sir Toby Belch), y Lope sí volcó en Diana malicia e inocencia, ambas señoras de su casa juegan, a ojos de su inferior enamorado, a volverles locos sin más premio que castigo. Ni cuando Diana opta, como por lotería, por amar a Teodoro, lo hace del todo, y solo una invención de última hora (un padre noble que le equipare a ella) impide a aquel huir a España, y por un pelo hacerlo incluso con Carmela, a la que su ama niega morder lo que ella tuvo entre los dientes.

Teodoro no se sabría más ridículo con jarreteras cruzadas y calzas amarillas ni Malvolio menos burlado si con una correa atada al cuello. Y acaso, de los dos, el más maltratado no es el que viene de asistir al carrusel sentimental de Diana –que ni a sí misma se tiene- sino el que cómicamente aspirara a Olivia, pues si a Teodoro le da tiempo a hacer burla de ambos amores (el que por la plebeya, el que por su señora), para Malvolio, aunque por engreído lo merezca, quizás amar y amar lo que no puede tener sea una misma cosa, y el sentimiento engañado, el del amor en sí y no solo el de su encarnación en Olivia. Teodoro ama a Carmela no menos que a Diana (“en las gracias de Marcela no hay defetos que pensar. Yo no la pienso olvidar”) y de quedarse en escena tras la obra, de representarse a continuación una de las obras siguientes de Lope, digamos El caballero de Olmedo, también amara a Doña Inés o a su hermana Leonor. No Malvolio, que aunque embebido de deseos de ascenso social, podría hallar en el opuesto exacto -la humillación pública- la decepción amorosa suficiente para, como cita la introducción de Barbara Arnett Melchiori a la edición bilingüe de Cátedra, bien podría salir de escena para suicidarse.

“¡Hay confusión tan extraña! ¡que aquesta mujer me quiera con pausas, como sangría, y que tenga intercadencias el pulso de amor tan grandes!” –quitas las líneas a Teodoro y se las pones a Malvolio y éste no notará la diferencia. Lo que Diana espeta a Teodoro en el escalón impar de su amor escalonado -“Cuando una mujer principal se ha declarado con un hombre humilde, es lo mucho el término de volver a hablar con otra” O ”que el gusto no está en grandezas, sino en ajustarse al alma aquello que se desea”- es más que parecido a lo que Olivia dirá a Malvolio, primero en su versión simulada, finalmente como dardo real, en la maléfica voz de Feste –“mi destino es más alto que el vuestro, pero este mi grandeza no debe llegar a asustaros, pues unos la poseen por nacimiento, otros hay que la consiguen, y a otros por fin se les viene encima”. Más curioso es advertir que, antes de que el amor o su farsa mezclen sus dardos, lo más parecido a Malvolio pudiera ser… no Teodoro, sino la propia Diana, que al poco de empezado el primer acto, tras saber del amor que une a aquel con su criada Marcela, dice de sí misma algo que firmaría el mayordomo de Olivia –“Es el amor común naturaleza; mas yo tengo mi honor por más tesoro, que los respetos de quien soy adoro, y aun el pensarlo tengo por bajeza”, tan “esa media hora al sol haciendo posturitas con su propia sombra” que María dice de Malvolio un verso antes de comenzada la gran farsa.

Cartas y pretendientes sirven de equipaje en el viaje de una obra a otra: las tres cartas que tejen y destejen el amor de Diana y Teodoro (una cuarta llega a manos de éste, esta vez escrita por Marcela, pero no llega a ser leída, puesto que la rompe nada más tomarla) son el mismo número que encontramos en Noche de Reyes: la que, fingiendo ser su ama, escribe María para engañar a Malvolio, la que incitan a escribir a Sir Andrew, desafiando en ella a Cesario y la que Malvolio escribe a su señora afirmando su cordura. Si en El perro del hortelano, Diana resuelve con maldad el acertijo de la amiga enamorada al dictar a Teodoro una carta de amor y terminar pidiendo que en el sobre escriba “a ti”, en Noche de reyes, la que Malvolio envía a su señora bien podría, en realidad, decir “a mí”. Los tres pretendientes de Diana (el conde Federico, el marqués Ricardo, el secretario Teodoro) son también tres en el cortejo a Olivia (Sebastián, Sir Andrew Aguecheek y Malvolio), dos nobles por cada plebeyo. Y aunque no simétricamente en la relación perdedores-vencedor, también dos payasos por cada triunfador.

Shakespeare murió dos años antes de que El perro del Hortelano apareciera en la Oncena parte de las Comedias de Lope. Retirado de la escritura dramática desde hacía un lustro, de haber vivido hasta 1918, habría podido leer de boca de Diana tan provechoso mensaje con solo cambiar “amor” o “Teodoro” por “teatro” -“¿Qué me quieres, amor? ¿ya no tenía olvidado a Teodoro? ¿qué me quieres? Pero responderás que tú no eres, sino tu sombra, que detrás venía.”

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