04 enero 2008

Precios de la mortadela

Comía día sí, día también, mortadela y pan mi amigo Manzo cuando en Lavapiés, hace tres años. Era la misma precariedad la de la zona, el sueldo, la parte de recién emigrante, una misma escasez que no debía hacer mejor el fiambre pero tampoco más amargo. Cualquier día laborable –qué esa fanfarria lela de “entre semana”- puede verse a decenas de obreros entrar en el carísimo supermercado del centro comercial de arturo soria y allí comprar fiambre, pan y cerveza o refrescos para matar el hambre de mediodía, que seguramente terminan de apuñalar en los jardines que lindan, a apenas unos metros, con el parque conde de orgaz. Nada de lo que desde ellos se vislumbra tiene de mortadela un ápice: colegios, restaurantes, tiendas de muebles, terrazas. Volvió mi buen Manzo a su país, a comer disgustos de otra clase, no mucho más curados, y aquella mortadela se la venden hoy a otros, como también será con el fiambre que estos días pagan a precio de propietario quienes sólo viven en las mansiones de aquí al lado el tiempo que les lleva hacerlas habitables. Hay algo desconectado del entorno en el parque a la hora de comer, y hay que pensar que es la opulencia respecto a quienes la construyen, y no tanto el hambre que se sacia con los ojos mirando hacia un lado y la boca hacia otro. Otra opción es comerse al que tiene un millón de veces más que uno. Seguramente ni se les pasa por la cabeza porque la mayoría vienen de países del este de europa, y allí, durante décadas, vieron llegar al unísono el hambre y las promesas de comerse los bienes de los ricos.

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