Entre las cosas que traerá el año nuevo estará, con
suerte, un teatro parecido al que durante 11 años ha sido el teatro Guindalera.
Es decir, parecido a lo que Juan Pastor y Teresa Valentín-Gamazo han hecho durante
ese tiempo para encajar la noción de creadores en la de empresarios. No hay un
molde teatral en Madrid en el que la distancia entre ambas nociones sea tan
estrecha, y sin embargo ese fórceps ha dilatado la cualidad de su visión exquisita
de Pinter, Friel, Wilder o Chéjov sin que el ahogo de las paredes financieras trajeran
otra apuesta teatral, que hubiera sido lo esperable. La última de las obras de
este ciclo vital –la bella de Armherst- explica lo arduo de esa forma de
felicidad que sucede a solas tantas veces: la que no busca existir para caber
en moldes ajenos, la que no se pregunta a sí misma porque otros sí, porque lo
que uno es no podría adaptarse a lo que otros son. Emily Dickinson murió sin
haber logrado publicar uno solo de sus poemas, y sin embargo ambos –ella y su poesía-
se reencarnan estos días delante de quienes, dudosamente habiéndola leído, son
conmovidos por ambas. Es la misma esperanza que merece ganar el proyecto que
continúe entre sus paredes. En esta vida y en la que venga.
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