24 mayo 2009
Libros en la tripa
Pregunta Juan Cruz a Gunter Grass, hoy en El País, sobre la reacción de sus hijos a lo que de ellos se cuenta en el recién volumen de memorias –La caja de los deseos- y éste responde que no se interesaron en absoluto por el carácter literario o artístico del libro y sí por la pulcra forma de la realidad que de ellos cuenta. Unas líneas antes, Grass se declara padre incapaz, deficiente. Un padre ausente que desaparecía en el estudio para escribir sobre un perro o un pez. Con esas magnitudes de atención y desdén, nada más previsible para un hijo real que la incomprensión primero, y la distancia después, al ver cómo tu padre se encierra para escribir otros hijos, de los que acaso comprenda que le contradicen menos, que lo que le pidan lo hacen en silencio, acaso por orden, acaso sólo cosas que su padre quiera dar. Ni un padre escritor está obligado a dejar de ser lo primero para poder ser lo segundo, ni un hijo ha de crecer forzosamente viendo como rival a un montón de papeles. Pero Grass tiene ocho hijos, y lo cierto es que no se entiende cómo podría haberse labrado una carrera como escritor sin haber renunciado a trozos considerables de la educación de semejante prole. E igual que, idealmente, no se llega a la paternidad en defensa propia, no se acaba encerrado escribiendo sobre un pez a falta de otras diversiones. Y si no está claro que uno decida tener hijos para salir de la literatura, sí es comprensible entender que la literatura tiene el poder de sacarnos del mundo y permitirnos crear otros, en los que es uno quien distribuye deseos y renuncias. Es ese un poder al que es difícil renunciar, especialmente si te pagan por ello. Ni explicándolo en dosis diarias y pacientes, imagina uno cómo un hijo pueda entender el aislamiento repetido del padre. Asi que acaso la respuesta esté en cómo un escritor –no todos, sí el escritor Grass- pueda tener hijos como se dan libros a la imprenta, para cuidarlos y quererlos bajo las normas con que, en soledad, se alumbran peces: y es que cada uno, como cada palabra, sepa con precisión cuál sea su lugar en esta historia, su lugar quiere decir sus frases, sus actos, sus obligaciones, a lo que cada uno vino a este libro en directo que es la vida. Dice Grass que, mientras daba a leer a sus hijos las versiones primeras, les advertía de que incluso cuando les escuchaba y les daba una respuesta, por dentro había otra versión de sí, construyéndose ajena a todo, salvaguardada de todo lo que pasara fuera, al tiempo dueña y asalariada del libro. También cuenta de sus días decisivos, en los que decidió ser escritor, como el gesto de convertirse en artista. Y uno cree que lo artista es una pose, vanidad perezosa en el más cómodo de los casos, y manierismo de algo que no puedes dejar de hacer, en el peor, más incontrolable de los casos. Escribir teniendo a ocho pequeños libros aporreando la puerta suena a esto último, siquiera sea económicamente hablando. O quizá se refiere Grass a que uno decide, quizá, ser artista, pero lo que haces al sentarte a escribir es otra cosa, más visceral y valiosa. Una a la que no das su nombre porque es ella la que te lo da a ti.
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