30 enero 2009
a darwin lo que es del cine
Se lee ayer en El País, en las opiniones de directores y escritores, acerca de literatura española reciente adaptada al cine, y en ese maridaje que tan a menudo se escribe improbable y se termina imposible, resuenan tres notorias adaptaciones que, con distinta solvencia en el tránsito, pudieron verse el año pasado. Ian Mc Ewan vio estrenada en cines la versión dirigida por Joe Wright de su novela Expiación, Cormac Mc Carthy prestó su espléndida No country for old men a los hermanos Coen –y de él se verá este año lo que John Hillcoat haya hecho a partir de su tristísima The road- y Paul Thomas Anderson aprovechó que Upton Sinclair llevaba muerto cuarenta años para destrozar su novela Oil! y venderla por trozos en su enorme There will be blood –aquí impunemente estrenada como Pozos de ambición. De las tres adaptaciones, sólo Mc Ewan escogió –o le fue permitido escoger- permanecer tan cerca de la adaptación como para ser, de hecho, coproductor ejecutivo de la misma. Mc Carthy está por encima de esas cosas, y ya queda dicho que Sinclair por debajo, pero uno duda de que la vigilancia del escritor sobre su texto rinda frutos mejores que los que de la ausencia. Pantagruélicas en tiempo, acción y personajes cambiantes, las obras de Mc Ewan y Sinclair prometían versiones necesariamente cruentas para con el texto original, y sin embargo Wright acabó rodando el libro de forma tan improbablemente fiel como eficaz en su propio espacio y tiempo narrativo, mientras Anderson desechó las 417 páginas de Sinclair, salvo los nombres, el petróleo y ciertos, pocos rasgos aquí y allá. Las dos películas le parecen a uno magníficas, como lo es la versión, ampliamente próxima al libro, que los Coen rodaron a partir del mucho más adaptable material de Mc Carthy. Que los tres sean buena, si no gran literatura, no es una contribución automática a la calidad de una película, y de ello, en el lamento general de los escritores, habla el artículo. Obligado a aceptar la adaptación cinematográfica, entre matar a Anderson y suicidarse, Sinclair habría elegido mejor si lo segundo, pues cedidos los derechos de un libro, se ceden los ojos con que la historia es observada. Y que un director de cine o de teatro escoja unos y no otros aspectos de una historia es tan legítimo como el derecho a reinventar el material para ponerlo al servicio de las imágenes. Es más un rumor que una verdad digna de ese nombre el que todas las imágenes valgan, cuenten, lo que mil palabras. Pero lo es, absolutamente, el que transportan su información de forma muy distinta a cómo el papel las mueve. Y cambiar el rumbo de lo escrito, incluso despreciarlo como en el caso de Anderson, es un precio que, si aceptado cobrar, entonces quizá sea tan justo poder gastar aquí como allá. Dirigida por el propio autor de la obra de teatro que adapta –John Patrick Shanley-, y presumiblemente hecha con metrónomo, se estrena hoy The doubt.
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