En alguna parte, un padre abre un cuaderno y empieza a escribir una historia en la que la protagonista tiene el nombre, quizá los rasgos, quizá el interior de su hija. Es la misma hija a la que desde pequeña ha inculcado cierta proximidad con los ritos de la muerte, explicada como un acto más del gran teatro, de lo que ves y lo que no, que constituye la vida.
A su manera, en cuadernos menos revisados, la hija fabula otras presencias, otras ausencias, y sin devolver en ello a su padre el papel que ella se deja, lleva en el bolso un pequeño libro de título La maleta de mi padre, en él la historia de cómo el padre del escritor le deja una maleta para que hable por él en muerte lo que escribió en vida.
Tanto le gusta el libro a ella que lo regala a otro. Y quizá el mismo día en que éste termina de leerlo, su madre le llama para decirle ha hallado una maleta del padre que no vio en los dos años transcurridos desde su fallecimiento. Contiene ropa y no textos, pero en ella hay zapatos inéditos, que compró para estrenarlos en un tiempo que no llegó. Y qué es un ataúd sino una maleta.
El contenido de la maleta es regalado, prácticamente íntegro, a eso que antiguamente se nombraba beneficencia y que hoy ella –la hija- quizá llama solidaridad, y que tanto podría englobar dar un libro como una cama.
En sentido inverso a ese trayecto, una anciana a la que uno ya sólo va a ver tan esporádicamente que la solidaridad averguenza sus significados, pregunta aún hoy por el padre muerto. Está bien, como siempre –se le responde.
Con perdón por lo agreste de la comparación, la anciana tiene algo de maleta, pues, inmóvil y casi muda, cual maleta pasa de habitar en casa de un hijo a la de otro.
No muy lejos de esa rama del árbol familiar, cuelga el recuerdo de cierta frase que uno escuchó hace ya mucho, a la muerte de un tío, sobre que el muerto debía haber sido el que miraba vivo el funeral, que tan poco quería vivir, y no el desdichado, que tan poco quiso morir.
El tránsito al paso primero e inverso en todo esto requiere que yo lo escriba ahora, y así, como en el relato del padre a su hija, tan muerto como está lo que se ignora, pasa a vivir lo que se cuenta. Ambos son, acaso, las dos caras de la misma maleta.
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