14 julio 2008

Valle de las lágrimas pasadas

El mismo día que se proyecta en el Teatro Español la primera de las tres películas recientemente rodadas a partir de la trilogía de Valle Inclán, Martes de Carnaval, El País recoge ciertas líneas del encuentro que, en la presentación del Curso sobre cine y literalidad (del texto a la imagen), reúne en Comillas a Vicent, Gutierrez Aragón, Cuerda, Camus y al que, junto con Azcona, firma precisamente la dirección de las tres adaptaciones de la obra de Valle, Jose Luis García Sánchez. Por mucho menos frecuentado, el curso obvia ese pasillo que comunica lo teatral y lo cinematográfico, una lástima pues en tanto el texto teatral es ya imagen, el estudio de uno desembocando en otro daría de sí tanto como, en la práctica, da de no.
En Madrid, la presentación del ciclo, a telón bajado y pantalla subida como corresponde, reúne a Ángel Facio, ¿Juan Gona?, Juan Luis Gallardo y Juan Diego. Se habla de la deuda contraída para con Valle, del valor del esfuerzo en adaptar hoy sus ideas, pensadas en otro tiempo, aunque no seguramente otro país. Y en no poca medida lo que se aplaude al final de la proyección es un gozo no necesariamente cinematográfico, sino una suerte de triunfo de la inteligencia, o de esa forma anónima que es la verdad, sobre la presión de entornos torticeros contra teatros, voluntades autónomas, y en general, luces donde más sombrío.
También se aplaude lo que dentro de la propia película recrea la imposibilidad de representar a Valle en su tiempo, y fuera de ella permite hoy gozar de su obra en teatro y cine a la vez, justicia de sainete sobradito hoy tanto como añorada entonces. Testigo cercano del milagro doble, Facio es el responsable del montaje que estos días representa en esa misma sala del Español la segunda de las obras de la trilogía –Los cuernos de don Friolera-, al final de la cual podrá verse el próximo martes su versión rodada por García Sánchez. Uno piensa que ver ambas, así, seguidas, acaso sea el curso posible que no tendrá lugar, porque de dónde sacar.
En Comillas se habla de las naturales prioridades del lenguaje de las imágenes sobre el de las palabras que constituyen las novelas, de cómo Cuerda y Azcona, en su adaptación al cine, vienen de dejar en tres los cuatro relatos que componen la obra de Alberto Méndez, Los girasoles ciegos, y al hacerlo se afirma que el paso de un género a otro –novela a cine, novela a teatro, o teatro a cine- empieza, en no menor parte, en el destino y de ahí va hacia el origen, lo cual tiene que ver con algo igual de claro: que la fidelidad a un medio de contar las cosas se debe a sus propias normas, y sólo en segundo término, a la obra que vive en otro medio sin nada que ver. Mientras Vargas Llosa anda estos días haciendo lo propio con Las mil y una noches, el propio Español viene de trasladar a teatro esa forma de sainete contemporáneo escrito por Mendoza que es Sin noticias de Gurb, y la misma sala acoge estos días la adaptación de la novela de Llamazares La lluvia amarilla.
Y aunque no esté en las instrucciones forzosas del proceso, como si al acto final le fuese dado pagar las deudas contraídas para con el primero, aún hay dos ocasiones de sentarse en la butaca de un teatro para gozar de Valle Inclán en todo su esplendor y, sin moverse del sitio, asistir a esa sutil forma de redención que es ver difundido su tan ninguneado ingenio a través del formato elegido por el siglo para perpetuar, y hacer así radicalmente libre, sus asuntos sin que delante de su pantalla puedan ponerse otras, opacas de ignorancia y cerrilismo.

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