05 octubre 2007

de bergerac al suelo

No escasamente bien encarnado estos días en el gran José Pedro Carrión, es un generoso amor el de Cyrano, amplio, noble en el espejo cruel de su mera contemplación, en él la hondura del sacrificio que antepone al sufrir el hacer el bien del otro, aunque –tortura inimaginable- sea la de procurar, a través de él, el amor hacia otro de aquella a la que ama. Lo que escribió Edmond Rostand a fines del XIX es acerca de esa grandeza: la búsqueda de la dicha absoluta aunque sea a costa de los propios sueños, aunque sea fuera de uno. Sin la recurrencia a la nariz lo sería más, pero entonces probablemente no habría sobrevivido hasta nosotros como obra. En el proceso de creación de semejante nobleza, Cyrano crea un pelele en Cristián que quizá no lo sería de renunciar prestarse a las alturas que, desde aquel, adopta como fácil y rápida fórmula hacia el éxito. Sólo esa duda asoma, en la claridad del narigudo, en la medida en que promueve en polluelos un amor cortés de tan alto vuelo que nadie sino él logra. Acaso Rosana, sin esa ayuda envenenada, hallase amor por Cristián de igual manera. No es arriesgado pensar que, al compartirla en boca de su marioneta, Cyrano arruina sus posibilidades de obtener lo que su poesía, al vivir sólo en él, ganara tal vez enfrentada a la general parquedad oral. Es tímido el galán que le roba a Rosana el corazón, pero la grandeza de Cyrano, en producirse, quizá le roba a aquel el alma al hacer de él puro fingir. Habría que probar esa lectura –un Cyrano calculador, midiendo, mientras mide su generosidad, la distancia que va en Cristián del espejismo al suelo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Roxana.- ¿A qué negarlo, si el acento os vende? ¡Vaciláis!

Cyrano.- (Vencido, con pasión) ¡No, no, amor mío, yo no os amé jamás!