30 octubre 2007

caminos de la naranja

Era uno de esos exprimidores anodinos, que en vez de corazón tienen motor, y no recuerdo si mi padre se molestó cuando cambié su regalo por uno que simulaba un cactus y que, visto cómo trataba a las naranjas, pronto acabó arrumbado en un armario, al cargo de ese exprimido del algodón que son los hilos de coser. Tal si el exprimidor con forma de planta de plástico hubiera dejado desocupado un tiesto, años después, mirando aquel en que apenas habrían brotado los pipos enterrados, mi madre dictaminaría que las naranjas no tenían nada que hacer –qué brotar, se entiende- en la maceta. Tampoco podían tocarse las que por esos días aparecieron en un dominical, una en cada mano de la mujer asiática que las sujetaba, aquí lo que se exprimía era ella, pues, tal y como contaba el texto, si el cliente se acercaba y tomaba una naranja significaba que acababa de contratar una felación, y si tomaba las dos, el acto sexual completo. La fotografía era en el blanco y negro de las cosas ajadas o mudas por abuso de sus colores. Nacidos en esa era del gris con apenas meses de diferencia, Sergei Prokofiev y Charles Chaplin hicieron salir, respectivamente, del amor de tres naranjas una ópera y del de docenas de mediasnaranjas, diez hijos, una de los cuales pasaba por Madrid estos días con un espectáculo –El circo invisible- tan divertido como preciosista. En el escenario, sólo dos personas se turnan el circo y lo invisible: lo primero a cargo de Jean Baptiste Thierrée, lo segundo en los disfraces y artilugios reversibles de Victoria Chaplin, quien mueve sus cincuentayseis años como si tuviera un motorcito dentro con que plegarse y desplegarse a su antojo. En un momento dado desde el escenario vuela una naranja en dirección al público, es la misma que observo ahora sobre mi escritorio, al cabo el mismo huerto que las anteriores.

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