Escribe Javier Cercas en el dominical de El País 3.10 sobre la capacidad de empatía –aunque luego sustituya “capacidad” por la más veleidosa “voluntad”- que distingue a un padre que quiera aceptar a su hijo como es. Ya el punto de partida induce a error en cuanto que, para plantear lo anterior, antepone como utilidad el uso de la autoridad sobre ese niño, como si la empatía fuera un filtro para lograr una mejor ascendencia sobre él. Y uno tampoco entiende que para ahorrarse, pulcramente después, los adjetivos que sobre la falta de empatía de Arthur Miller sin duda alberga, haya de mentarle de imbécil, aún hurtado el nombre en el titular.
Menta la verdad al escribir que “no todo el mundo tiene esa capacidad de empatía, o no todos están dispuestos a ese esfuerzo.” Porque, centrado en los ejemplos opuestos de Miller y Kenzaburo Oé –ambos con hijos deficientes-, hablar de esa gestión de la paternidad como “capacidad para la empatía” se le antoja a uno de una sencillez gratuita o fatua de pura incapacidad de imaginar la mezcla de dolor y renuncia, de afecto y rechazo que han de sentir los padres de un hijo con síndrome de Down. Y si el coraje y amor inmensos de Oé son, en ese triunfo, “capacidad”, en la derrota de Miller (que abandonó a su hijo recién nacido en un orfanato) no parece injusto concederle al menos el derecho al “esfuerzo”, y, en ese fracaso, también el de merecer que no se le tache de miserable, como si todo lo que exigiera una labor sobrehumana, hecha de fortalezas inimaginables, se cumpla sin problemas en el resto de nosotros cada día.
Escribe Cercas que Miller juzgó que su hijo “desbarataba su proyecto vital”, como si tenerlo y renunciar a él fuera algo que hacemos todos sin pestañear. Y es directamente ruin al escribir que “es un hecho que Miller entró en decadencia como escritor cuando fue incapaz de aceptar a su hijo”. Que viene a ser lo mismo que decir que Shakespeare debe su espléndidamente bienhumorado “Cómo gustéis” a haber abandonado a su mujer ese mismo año. Escribe que se disculpa Cercas, pero no lo hace. Mantiene el insulto y el condicional –“quizá”- que hurtara en el agravio lo encuentra cinco veces para parapetarse en él en las últimas siete líneas.
Menta a Savater para decir que “lo que cuenta de la ética es el reconocimiento de lo humano por lo humano y el deber íntimo que nos impone”, pero ya incluso el sabio viene de abandonar a ese hijo que es tu propia dignidad, tras escribir hace dos meses, en el mismo periódico, que en lo tocante a defender a los toros de sus asesinos “a qué escandalizarse si la moral trata de nosotros y no de nuestras relaciones con el resto de las cosas vivas”, que “no existen derechos animales, que considerarlos posibles no constituye ninguna obligación cívica”. Es decir, que nada que no hable, piense o se comporte como tu merece compasión, y menos cariño. O “esfuerzo”, que diría Cercas.
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