El debate sobre si es admisible prohibir los toros es el de entender la ley que los ampare o conculque, bien como acto de voluntad política o bien como consecuencia de la voluntad popular. Como buena parte de la población no sabría llenar dos folios razonando porqué deposita una papeleta y no otra en la urna cada cuatro años, y pues nadie ha leído jamás un programa político, se asume que el apoyo que reciben los elegidos para representar a su partido –raramente a sus ciudadanos- en el parlamento lo es para que, una vez electos, o bien inventen su andadura por la legislatura como dios les dé a entender, o bien lo hagan tratando de intuir qué pueda querer la ciudadanía al respecto de cada tema, en este caso, si desea o no ver prohibidos los toros.
Obvio que las prioridades de ambos son distintas, desde la propia política y desde los medios que juegan a vocearla se juzga lógicamente por igual los actos regidos por el principio primero –el partido al que se pertenece como prioridad- y los que realmente buscan dar solución a una inquietud social. Así, el estatuto catalán, con ser una propuesta apoyada por ese parlamento y por buena parte de sus ciudadanos es, juzgada desde madrid, como lo que es: una medida política tanto como ciudadana. Pero si ese mismo parlamento promulga una ley contra los toros, entonces la interpretación es que tal despropósito ha de ser estrictamente político, aunque la mayoría de sus ciudadanos apoyen la prohibición.
Obvio también que a políticos y medios-basura lo que la población quiera les importa en la medida en que coincida con lo que a su consejos de administración conviene, aflora el elemento clave en esto: irrelevante como sea lo que rajoy o cualquier otro opinen de política, lo que se esgrime es que las mayorías son interpretables. Que al igual que un político es elegido sin la más mínima instrucción popular sobre cómo comportarse y en nombre de que prioridades, sus actos pueden, dada la ocasión, no sólo improvisar su dictamen sobre un asunto, sino también imponerse sobre la voluntad popularmente expresada.
Las normas que rigen en el parlamento catalán son las mismas que en el resto de comunidades autónomas desde las que hoy se clama contra la vulneración de libertades elementales, y la población catalana mayoritariamente a favor de la prohibición de las corridas de toros no es distinta, en cuanto al valor de su voto, de las que forman el resto del país. Asi que lo que se denuncia, acaso por lo inusual de la propuesta, es el derecho a que la política de un lugar aplique lo que sus ciudadanos piden. Acaso para no sentar precedente.
Escribe tristemente savater hoy en El País que a qué escandalizarse si la moral trata de nosotros y no de nuestras relaciones con el resto de las cosas vivas –“naturaleza” es la barrera citada-, que no existen derechos animales, que considerarlos posibles no constituye ninguna obligación cívica. Es cultura –se lee desde todas partes. Pero eso no la redime, la cultura no es garantía contra la crueldad –responde Josep Ramoneda, en el mismo diario. Aceptado el derecho de los agraviados a no ver la sangre y la tortura derramada, que una ley lo prohíba les ha de parecer una golosina de la voluntad, sea política o popular. Acogotados, acorralados, viendo su final venir, les duele el día que, por primera vez, se sienten toros.
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