Hay un adjetivo que tanto sirve para vestir el marasmo económico como para desnudar el liderazgo fraudulento que tiene en bush su mejor/peor ejemplo: desproporcionado. Lo fue invadir Irak o no tener espejos suficientes a mano, y lo ha sido, catastróficamente, conceder créditos durante años a quienes no podían pagar ni la ropa que llevaban. Desproporcionado el agruparlos como cajas chinas financieras, desproporcionado el recibir por ellas las más altas calificaciones de solvencia, desproporcionado el sembrar de ellas los balances de la banca mundial. Y más concretamente en nuestro país, desproporcionado el llamarse banca especialmente, prudentemente bien gestionada, y tener aún así el 60% de las manzanas crediticias en un mismo cesto, hoy en caída libre.
La intangibilidad del sentido común sin complejos que basta a Obama para proponer su equipo de gobierno en el que hay republicanos o demócratas que pedían su cabeza hasta hace meses, sucede a la intangibilidad de la hidra política –armas inexistentes en Irak- y financiera –ratios de solvencia imaginada. Pero esto era, sigue siendo, una mentira arañada en la mina de la codicia y la estulticia política, y aquello, lo que Obama podría enseñar al mundo si se deja, es el valor de un tipo de regulación que, por necesidad urgente, empiece en los mercados, y se consolide donde más falta hace: en el uso de la inteligencia como valor suficiente que admita esa forma de regulación que es un juicio cercano, permanente, obligado. Bush jr no ha de ser el idiota que se da por hecho es, no a tiempo completo. Pero nada en el mundo, y menos en su entorno, le ha obligado durante ocho años a pensar que sus decisiones acerca del cambio climático, la seguridad más allá del misil, la sensatez de un modelo de consumo irracional o la relación entre el hambre ajena y la inmigración propia exigen una visión de las consecuencias más allá de la impunidad que da un cuatrienio en el mismo despacho.
El adjetivo fatídico extiende sus tentáculos, por inevitable asociación, también a lo que de Obama se espera. Pero, reciclando cierta terminología del efecto invernadero, su antecesor ha emitido desproporción durante demasiado tiempo para que a Obama le sea imposible dejar de captarla ya desde antes de acceder al cargo. No puede esperarse ética de los mercados, y nunca habrá mejor, más debilitada, ocasión para imponerla mediante normas más estrictas que obliguen a una mayor transparencia y catalogación de los activos. Y se cuentan con los dedos –asesinados- de una mano los momentos en que de una presidencia se ha llegado, tan desesperadamente, a pretender algo parecido a una sensatez y a partir de ella, voluntad de inspiración mundial, que se diría incompatible con el cargo. De ambas escribe Paul Krugman en The New York Times –en la transcripción de El País 9.11: la ideología conservadora, con su convicción de que la codicia siempre es buena, ha ayudado a crear esta crisis. Lo que dijo Franklin Delano Roosevelt en su segunda toma de posesión -"siempre hemos sabido que el interés egoísta e irresponsable era malo desde el punto de vista moral; ahora sabemos que es malo desde el punto de vista económico”. Y ahora que la palabra podría lograr dejar de ser, por fin, un activo contaminado, también político.
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