23 marzo 2010

música emancipada

Como no vale necesariamente un soldado lo que las órdenes que le llegan, la música compuesta para cine experimenta una lenta pero constante pervivencia emancipada en teatros o salas de concierto, más valiosamente fuera de las películas para cuya férrea piel fue concebida. Un triunfo extraño, dado que lo es de un elemento cuya premisa es fundirse en otros, ese pasar desapercibida que es no exigir para sí una atención que perjudique la narración prioritaria. Y sin fugas de contenido, pues la música que fue creada para acompañar imágenes, dado cierto nivel de difusión, las incorpora en sus notas cada vez que ésta es reproducida. Los viajes de Sullivan, de Preston Sturges, narró como fábula el poder del cine como barrera entre uno y el padecimiento, y no ha de ser ajeno a ello que el tono con que se acoge la música de cine sea, en un concierto, de pura celebración, también porque, a diferencia de una sinfonía o una pieza de cámara, la historia que transmite es completa, cerrada sin posibilidad de intervenir en ella. Obviamente transparente sólo si se viene de escucharla antes en cine, su narrativa es lineal, parte de un sitio y llega a otro puntual, estrictamente sabido. Parte no escasa de ese placer consiste en esa rareza de la música orquestal que es la decodificación automática de la secuencia musical, su traslación a imágenes sin pérdida de señal posible. Y que la hermana con el nacimiento del teatro en Grecia, hace más dos mil años, cuando Ayax o Edipo salían a escena a contar su parte, el coro otra distinta, la música la suya.

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