27 septiembre 2008

Un hombre, dos destinos

No todos los días muere Paul Newman, lo cual es una suerte y un consuelo, porque en esa decepción pactada con el cine que es salir de ver una película y tropezarte en un periódico con que el héroe que viste encarnado en una cara es, fuera de ese guión, un imbécil o un amoral, Newman era una excepción doble que no sólo deja a la regla peor preparada para seguir girando, también más indefensos a quienes asistimos a ella. Memoria de ese anuncio que Newman publicó, décadas después, al advertir la emisión de “El cáliz plateado” en televisión, y en el que pedía perdón en nombre de la película, que uno supone desde entonces tan mala como respetables el resto de las que rodó. Hay una escena maravillosa en Road to perdition, de Sam Mendes, en el que las balas que van acabando uno por uno con quienes le rodean permiten, ralentizado el tiempo de filmación, ver la cara cabizbaja de Newman bajo la lluvia. Es esa comprensión valiente y dignísima de lo inevitable la que ya nos falta.

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