Entrando por la puerta de Goya del Museo del Prado, se accede a una
galería que todo el que acudía a las muestras temporales atravesaba hasta que la
ampliación de los Jerónimos vino a cambiarlo. Si se resiste la tentación de
pasarse a Velázquez y Goya, cuyas salas se abren a la izquierda, José Ribera es
el primer pintor que sale al encuentro, y siendo uno de los pintores con menos
retratados por metro cuadrado, la repetición de modelos, que en otros es
indistinguible, en él es algo que se ve antes, o al menos no después, que la
obra en sí. A la izquierda hay un monográfico que junta un San Andrés (1631),
un San Bartolomé (1641) y un San Jerónimo (1644) en el mismo anciano que posara
para todos ellos, y aún en la pared de enfrente repite como San Bartolomé
(1630). Un poco más adelante, también en el lado izquierdo, un San Pablo
(1635-1640) y un San Pedro, libertado por un ángel (1639) cruzan miradas con el
Isaac (1637) que les contempla con los mismos ojos, la misma nariz, el mismo
todo. Arquímedes (1630) y la mujer barbuda (1631) son casi el mismo cuadro de
tan juntos y de tan el mismo filósofo griego amamantando a un niño. En sus
ratos libres es también, unos metros más allá, San Simón (1630), y todos ellos
casi uno de los borrachos sacados de la sala de enfrente, con Velázquez.
Finalmente, lo que podría haber sido un boticario reencarna –al menos eso- por tres veces en San Pedro (1630, 1632 y 1615 por orden de
aparición, aunque la última de ellas lo sea como apóstol inserto en un grupo
sin nombres asociados).
No muy lejos, en una de las salas de la Fundación Mapfre, estos días
puede verse una muestra del trabajo fotográfico de Julia Margaret Cameron.
Recreación frecuente de imágenes medievales o renacentistas, y más
frecuentemente de mitos literarios o religiosos en pos de cuya simulación grave
–ni una sonrisa cruza las docenas de fotografías expuestas- hiciera posar a
nietos, sirvientes y amigos de 1863 a 1879, permite ver a su sirvienta Mary
Hillier como virgen en tres obras de 1865 y como la poetisa griega Safo apenas
unos meses después. Su sobrina Mary Prinsep encarna a San Juan en una
fotografía de 1866. Marie Spartali, hija del cónsul de Grecia en Londres, posa
como Hipatia, la filosofa griega de Alejandría. El poeta Henry Taylor fue,
entre otros, fray Lorenzo acompañando a Julieta; el Shakesperiano Próspero
junto a Miranda, o el rey bíblico Asuero al lado de la reina Ester. Su propio
esposo, Charles Hay Cameron, malogró no pocas instantáneas mientras posaba,
muerto de risa, como el mago Merlín para un libro de versos de Alfred Tennyson.
El propio Lewis Carroll, fotógrafo aficionado, que a partir de sus retratos de
niños modelaría a Alicia en el país de las maravillas, veía pocas en la obra de
Cameron.
Uno de las escasos retratos en que el modelo mira a cámara sin más
aparejo añadido muestra a Julia Jackson, quien llegado el día, engendraría a
Virginia Woolf, y ésta, a su vez, el primer libro sobre Cameron en 1926,
sesenta años cumplidos de su muerte. Aunque sería otro libro suyo –Una habitación
propia-, publicado tres años más tarde, el que, incluso si hablando de
literatura escrita por mujeres con el trasfondo de la mudez histórica de la
expresión femenina, más claramente hable del mundo al que Cameron arrojó su
visión del arte, recién hallado, de la fotografía.
Referido a negativos o a letra garabateada en un papel a escondidas, no
hay un ápice menos de verdad en el diagnóstico que Woolf cita, de manos de
Arthur Quiller-Couch –“lo cierto es que,
debido a alguna falta de nuestro sistema social y económico, el poeta pobre no
tiene hoy día (1916), ni ha tenido durante los pasados doscientos años, la
menor oportunidad. Hablamos mucho de democracia, pero de hecho en Inglaterra un
niño pobre no tiene muchas más esperanzas que un esclavo ateniense de lograr
esa libertad intelectual de la que nacen las grandes obras literarias”. Curiosamente,
posando como niño en manos de la virgen, el nieto de Cameron tanto parece eso
como un niño ateniense.
El alegato de Quiller-Couch contra la responsabilidad del arte en manos de las clases acomodadas pudo haber conocido en la España de la inquisición a principios del siglo XVII tiempos pioneros. Lo recoge Fuga mundi 1609, la obra de María del Mar Gómez, premio Beckett de teatro en 2007, que cuenta la peripecia de una escultora a merced de su protectora –una dama de la nobleza- quien cree ver en el rostro tallado de una virgen el de una modelo morisca, a escasos meses de la expulsión de los árabes de la España de Felipe III. Cuando, meses después de encargada una nueva talla que recoja la fe a que obliga la cristiandad, la escultora presenta de nuevo la misma que fuera condenada, y pensada destruida, la noble señora con ojos de hoguera cae postrada ante ella, afirmando, esta vez sí, la verdad simbólica del arte adecuado.
El alegato de Quiller-Couch contra la responsabilidad del arte en manos de las clases acomodadas pudo haber conocido en la España de la inquisición a principios del siglo XVII tiempos pioneros. Lo recoge Fuga mundi 1609, la obra de María del Mar Gómez, premio Beckett de teatro en 2007, que cuenta la peripecia de una escultora a merced de su protectora –una dama de la nobleza- quien cree ver en el rostro tallado de una virgen el de una modelo morisca, a escasos meses de la expulsión de los árabes de la España de Felipe III. Cuando, meses después de encargada una nueva talla que recoja la fe a que obliga la cristiandad, la escultora presenta de nuevo la misma que fuera condenada, y pensada destruida, la noble señora con ojos de hoguera cae postrada ante ella, afirmando, esta vez sí, la verdad simbólica del arte adecuado.
Como Cameron
pidiendo de sus amigos y familiares una gravedad a la altura de los temas tratados,
y obteniendo de su marido carcajadas sin fin en el intento de ser un gran mago,
la relación de los modelos con lo representado habla también de las fugas que
contiene una fotografía o una escultura sacra.