La guerra fría fue también una forma de seguir
ganando la guerra que ambos bandos ganaron juntos, o por lo menos, no
enfrentados inicialmente. Décadas después, cuando la crisis financiera mundial
de 2008 trajo al mundo un nuevo tipo de enfriamiento, Rusia y Estados Unidos ya
solo libraban la guerra por el pasado respectivo, en manos de Putin una, de
Bush jr la otra. Si el frío que recorría las bolsas no trajo entonces la guerra
renovada que la solvencia energética de ambos defendía, la invasión rusa de
Ucrania en 2014 terminó de descongelar el conflicto entre las superpotencias de
antaño.
Cuando un año después los hermanos Coen dirigieron
Ave, César, con cierto trasfondo de la colisión de otras superpotencias
antiguas –la Roma imperial y el Cristianismo naciente- en realidad venían de
plasmar, simultáneamente, la metáfora y la realidad, ésta en forma del guión
escrito para El puente de los espías, de Spielberg, que cuenta el conflicto
sucedido en su día entre espías rusos y norteamericanos, en los días en que el
cine de ese género podía aspirar a lo documental sin esfuerzo.
Como en la de Spielberg, la película de los Coen cuenta
el ocaso de cierto tipo –estereotipo- de héroe americano, allí encarnada en la
superioridad moral del espía ruso, en ésta en el comunismo enmascarado del que
se diría chico más automáticamente yanqui. El resto de rasgos son igual de
familiares: la sátira de la religión, el papel innoble del periodismo, el homenaje
al cine como un espejo de la realidad, buena y mala. Y como novedad valiosa,
quizá fácilmente malinterpretable, la vindicación del papel del guionista como
la menos reconocida de la industria, y donde la simpatía por el socialismo
tuvo, en Estados Unidos, la apariencia de un submarino real y ubicuo que bajo
el nombre de macartismo logró, apelando a la moral de una industria –el cine-
que solo aparentemente lo era, que algunos de sus miembros la ensuciaran
públicamente, lo que pagó con el ostracismo, entre otros, Dalton Trumbo.
La biblia de una moral que, en su fanatismo casero,
solo era el reverso de la criminalizada lejos llenó los cines de esa época de
adaptaciones del viejo y el nuevo testamento, contando de paso el poder del
judaísmo en la dirección de los grandes estudios –“soy más grande, más malo y más ruidoso que cualquier otro judío de esta
ciudad” –dirá el jefe de un estudio en Barton Fink (1991). Y más
sutilmente, consolidando por la vía del ejemplo lo que de metáfora tenía el
modelo del star system: carreras férreamente modeladas, modificadas o truncadas
a merced de un estilo, una imagen pública o una desdicha personal. Actores,
directores, escritores. Eran propiedad del estudio. Sus carreras eran un plan
quinquenal tras otro.
Los musicales tuvieron su parte en la ficción. Qué
sino una forma de reducir la crudeza de lo que se quiere decir es cantarlo y
bailarlo. Ave, César es ambas cosas: una oda al guión que no se pagaba
adecuadamente en las películas mientras se escribía e improvisaba torticeramente
en los despachos. Y un musical sobre la hipnosis que la ficción más alejada de
los problemas reales de un país –de Esther Williams a Busby Berkeley- necesita
de la complicidad de su población para ignorar así lo que debería estar mirando
con ojos más abiertos: el racismo, el peso de la religión, la reducción de la
complejidad a un bando.
La productora –Capitol pictures- que aquí financia,
sin saberlo, a una cohorte de guionistas patochadamente prosoviéticos, pagaba
en Barton Fink, sin mucho más conocimiento, a un guionista que se cree llamado
por su talento cuando es por su obediencia, y a otro –no muy escondido trasunto
de Faulkner- a quien su secretaria escribe sus guiones. Hay una vaga noción de muñecas
rusas en esto: la obsesión del escritor trascendente –escribir sobre el hombre
común- como copia posible del mandato de los que, en Ave César, trabajan en la
sombra por el imperio de ese otro hombre común –el proletario- y estos, a su
vez, como trasfondo de la película que, sobre el imperio romano, habla del
triunfo en la derrota de un tercer hombre común, Jesucristo.
Sin el topo adecuado en el momento adecuado –Constantino
I- el cristianismo no hubiera crecido a la sombra todopoderosa del gran Imperio
de la antigüedad. Quién sabe lo que habría sido del protosocialismo sin la fe
en él del representante de los enemigos a los que venía a combatir. Fue justo
Trumbo quien solo vio de nuevo acreditado su trabajo en Hollywood cuando Kirk
Douglas, representante del estamento más afamado en la industria, le apoyó en
una película que trataba, precisamente, del derecho del esclavo de rebelarse
contra el poder que le oprime. Esa película es Espartaco. Una vez que Douglas
se bajó de la cruz en la que acaba la película fue para que se subiera a ella
macarthy.
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