“Puedo ser salvaje con quien busque mi muerte, debo ocuparme de la venganza; hagamos caer sobre él los males que prepara para mí, y que el crimen nos separe del mismo modo que el crimen nos ha unido ” –dice Medea en el preludio de la escena quinta de la composición de Marc-Antoine Charpentier en 1693 para la Académie Royale de Musique.
1693 fue
un año conflictivo fuera de los salones en los que las agrupaciones de cámara
interpretaban a Lully o a Rameau para los cortesanos del reino de Luis XIV. La guerra
de los nueve años estaba en su ecuador, y éste no era un lugar cálido: a pesar
de combatir en inferioridad numerica, las tropas franceses se imponían a la
alianza de Portugal, España, Suecia, Inglaterra y los países bajos.
Esperando
la neutralidad de Inglaterra, que finalmente se inclinaría por el bando
contrario, Medea no debía ser difícil de interpretar en clave de traición, de
cruel venganza contra un pacto sacrosanto. Y a siete años de entrar en el siglo
XVIII, el barroco musical no podía sonar a los oídos de quienes la escuchaban
como el sonido natural del drama al que añadían una segunda narración.
El
tiempo ha respetado algunas convenciones de aquellos días –cierta idea local de
la grandeur-, pero no la forma en que el clave continuo imposiblemente puede
imitar la voz de una animalidad como la de Medea. “Naced, monstruos, naced. Todos mis encantos ya están
listos” –dirá cerca del final. Pero uno cierra los ojos
y lo que escucha en versión de concierto es solo la delicadeza, la finura del
sonido que el barroco creó para describir los salones reales en que era
interpretada. Ver en esa música la barbarie griega que describe Homero en sus
cantos épicos era impensable, poco o nada civilizado.
Sus acordes son el espejo de una Medea imposible. No hay en la música de Charpentier ni un gramo de ferocidad, de la bestialidad desatada al hacerlo su venganza ciega y matricida. Sus notas son más bien las que debían sonar en el Olimpo, plácidas, anestesiadas, cuando Helios desciende en la obra de Eurípides para salvarla de la justicia, esa otra nota impensable en la música del XVII.
Sus acordes son el espejo de una Medea imposible. No hay en la música de Charpentier ni un gramo de ferocidad, de la bestialidad desatada al hacerlo su venganza ciega y matricida. Sus notas son más bien las que debían sonar en el Olimpo, plácidas, anestesiadas, cuando Helios desciende en la obra de Eurípides para salvarla de la justicia, esa otra nota impensable en la música del XVII.
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