29 noviembre 2015

Aprecio del despreciado


Tras meses de deliberación, el tercer libro previsto de la editorial acabó siendo el segundo, y paradójicamente, exhumar a Urabayen antes que a Becquer ha acabado por desenterrar a alguien que, muerto mucho después que el poeta, yacía a más profundidad, en tierra de olvido premeditada, concienzudamente labrada.
Desde entonces he leído la novela dos veces, una cuando mi socio me dejó el texto previo a la edición definitiva, y la segunda hace poco, ya publicada. Me gustó la primera, y me ha gustado aún más la segunda lectura. Lo cual no quiere decir que esta novela necesite dos lecturas para ser apreciada en lo que vale, sino que lo me gustó en la primera lectura me sigue gustando en la segunda, me sigue interesando y divirtiendo, lo cual es aún más valioso.
Mi impresión como lector es que se trata de una novela extrañamente divertida, escrita en un momento escasamente divertido. El propio Urabayen señala que fue terminada el mismo día que estalla el golpe de estado contra la república en 1936. En ello es una novela sobre volver. A Toledo. A Urabayen. A la idea que los toledanos tienen de sí mismos. A la esencia de cierta idea de lo español. Y a cierto aspecto que me interesa bastante, que es la relación del hombre con lo que escribe, lee o pinta., con aquello que le representa. La relación íntima y la relación pública, visible, explícita.
Hay cuatro ejemplos en esta novela que me hacen sonreír cada vez que vuelvo a ellos. Y es porque todos me recuerdan a un mundo que uno no esperaría ver ubicado en Toledo, ni en el Toledo imperial ni en el rural y no muy próspero en que se ubica la novela: un mundo de una creatividad cómica y absurda, de una extravagancia ingenua, llena de pureza.
1. Daniel Meneses, que llega a general sin salir de Toledo. Y que al casarse, recibe como regalo un retrato al óleo, cuyo traje será modificado con los años a medida que asciende en el escalafón. Un profesor de la Escuela de Artes y Oficios es convocado cada tanto para que repinte los símbolos de su ascenso: la manga, un fajín… todo esto sin modificar la cara de jovencito que el retrato mantiene inalterado. Y que, en su condición de general perpetuamente más joven de la historia, recuerda a franco quizá con una sutileza digna del aprecio que millán astray sentía por la finura intelectual.
2. El capellán Inocente Meneses, tío de Leocadia, la protagonista. Un hombre que, entre sus múltiples talentos e inquietudes, y ninguna más pugnada que la de escribir, para flagelar a sus enemigos literarios… se pone a pintar. Pinta frescos en sus paredes, de noche, durante el tiempo que le permite la luz de una vela hasta que se extingue. Luego sigue a oscuras. “Decididamente la pintura sin luz era la única inspirada” –dice Urabayen. Luego enseña ese museo que enseña a quienes le visitan, que es cualquiera, pues su casa siempre está abierta, literalmente. Un hombre que escribe panfletos sobre cualquier tema… un sabio que duerme sobre la tumba de un rey visigodo, que incluso se ofrece a corregir el libro genealógico que su hermano viene confeccionando. “Perdona la intromisión, pero no me fío de ti, hermano, tienes madera de académico” –dice.
3.  Serafín Garrido, fundador y editor de una revista –La ciudad única- que es básicamente un saco de halagos indiscriminado pensado para vender suscripciones. Y cuyos temas renueva, casa por casa, pueblo por pueblo, a medida que la cháchara se agota.
4. Y el más maravilloso de todos en este ámbito: Marieta, el ama de llaves, madre adoptiva de Leocadia, quien guarda cada día la media docena de periódicos que entran en casa de sus dueños. Los guarda en sacos que cuelgan de una pared de su alcoba. Separados por años y ordenados por fechas, y que lee escrupulosamente por orden de aparición, es decir, no leyendo el primero que aparece al abrir un saco, sino el primero de los que aún no ha leído, tenga tres o doce años de retraso. Y que va comentando a medida que lee, con dos o tres años de retraso. Sin que para ella hay perdido un ápice de novedad o maravilla. En uno de esos sacos podría estar también esta novela.

Para quien la quiera buscar en otros sitios más ortodoxos, están las librerías. O directamente en elperromalo.es.

26 noviembre 2015

ese apellido, el sótano


No porque escaseen los ejemplos, incluso en tiempos recientes, desde el Congo a los Balcanes, nada peor que la historia más terrorífica de un país vista como un asunto hereditario. Articulada en buena parte en torno al chantaje y la seducción alternas que nutren una familia, El clan, dirigida por Pablo Trapero, explota en todas direcciones al contar la historia del crimen como una empresa familiar enraizada en otra, la dictadura que desangró Argentina de 1976 a 1983. La forma en que se engranan y alimentan en la sombra de la transición que siguió al final de la dictadura reproduce hechos reales y los ubica en el presente más actualizado: elegido presidente de Argentina hace apenas 48 horas, Mauricio Macri pasó doce días secuestrado por una banda de policías. Y esto ocurrió ocho años después de lo que cuenta la película.
Contado el país a través de la familia, el relato de los secuestros y asesinatos posteriores perpetrados, amparados, cosechados entre las mismas paredes que ven pasar adolescentes a quienes el asesino ayuda en los deberes se nutre de otros símbolos: el del héroe local, jugador en el equipo de rugby de los Pumas, cómplice de los crímenes paternos, a quien, ni una vez demostrada su culpabilidad, dejan de apoyar y considerar inocente sus compañeros de equipo.
Con los engranajes de las pistolas se hacen barandillas para las calles en tiempos de paz, pero eso no significa que quienes usaron las primeras pasen a sustentarse en las segundas: el patriarca es un exmilitar, fácilmente extorturador, que antes de acabar, ante su incredulidad, en la cárcel, la visita voluntariamente para hablar con uno de sus antiguos compañeros de armas, como él, devenido en plácido secuestrador de paisano. Mínimamente preocupados uno y otro, el preso le dice confiar en que el gobierno de Alfonsín durará a lo sumo unos meses, un año. Cómo la inmunidad de que gozan ambos, incluso entre rejas, seguirá ahí cuando todo haya pasado.
El protagonista hace algo más que creerlo: se enroca en sus privilegios incluso una vez detenido y hallada la última de sus víctimas en el zulo familiar. Lo que en él es solo costumbre y jerarquía no perdida del todo es en su mujer e hijas una confianza ciega en que eso no puede estar pasándoles. Que no hubieran llegado hasta donde lo hicieron si todo el engranaje político no estuviera detrás, protegiendo su derecho al crimen oculto como hasta hace nada al visible. Cuando el alto cargo de interior que ampara sus crímenes avisa al asesino de que su blindaje decae, éste ni pestañea. Lo que le dicen a punto de perder no es el derecho a matar sino el país que él conoce.
Hecha la película de rostros impasibles, inmunes a todo pudor o sentido de culpa, es el de la mujer liberada por la policía el que mejor está a punto de resumir el país que era Argentina dentro de los ojos de los asesinos que lo gobernaron hasta bien entrada la democracia: al escuchar por primera vez gritos que no son los suyos, y que vienen del salón familiar que no puede ver, el estupor agotado no puede ser sustituido por lo que hubiera sido más revelador: la conciencia de haber estado a merced de una familia como otras, como la suya, en una casa como la de millones de argentinos en ese tiempo. Cómo la monstruosidad se esconde, cotidiana, integrada, en la casa de al lado, y quienes lo saben callan. O traman para que la normalidad democrática y el derecho restablecido vuelvan a su lugar natural, el secuestro de ambas, para hacer de lo militar el salvador de la patria, que como sabe cualquiera en el país vasco, en Colombia o México, es eso que uno se lleva a casa tras trabajar, y allí la termina de construir y salvaguardar.

25 noviembre 2015

jaque a mis piezas



Viendo Spectre, de Sam Mendes, uno se pregunta, no si es efectivamente peor que Skyfall, sino si es distinta. Y acaso uno prefiere no llevar la pregunta más atrás, hacia las dos primeras películas del ciclo Craig. Convertida la licencia para matar en una para atormentar a su portador, los rasgos que hacen atractiva la tetralogía son tan recurrentes en lo bueno –la continuidad con que las tramas y personajes de unas se enhebran en otras- que su núcleo real –la forma en que Bond sufre de lo mismo- aspira a lo mismo: lograr que el agente que las protagoniza padezca aquí lo que empezara a sangrar allá. Y sí. Solo que el rango del sufrimiento posible en un asesino confeso parece no dar más de sí que lo que ya diera en Skyfall, y no es poco. El aislamiento es redundante, con o sin miembros del clan malo infiltrados en las filas del M16. Su oscuro pasado como huérfano –discreta, elegantemente tratado en Skyfall- se ve en Spectre como si un grandes éxitos de aquella. La sensación de que uno ya ha visto esto antes, sea lo que sea, se impone nada más acabar la epatante secuencia inicial. Impecablemente realizadas e interpretadas, uno cree que si se estrenara una película de Bond cada año, sería insoportable de ver.

24 noviembre 2015

el vacío


“Hay salas de cine liberales y librepensadoras, de grandes pasillos, grandes salidas y letrinas aún más grandes. Algunas con tanta porcelana que basta el eco para hacerlo temblar a uno. Después están los cines parsimoniosos, tipo ratonera, con pasillos que quitan el aliento, asientos que aprietan las rodillas y puertas que se escabullen cuando usted va al retrete de hombres de la confitería de enfrente” –escribió Ray Bradbury en su relato La carrera del himno.
El volumen que recoge ese y otros relatos se llama Las maquinarias de la alegría. No lo era referido al cine cuando fue publicado en 1963, y lo es menos aún ahora. La idea del relato –escapar antes que nadie cuando, al finalizar la película, suena indefectiblemente el himno de Irlanda- ha sido superada por la realidad de 2016, en la que el público huye de los cines antes de entrar en ellos.
Superada la agonía que trajo un iva del 21%, aunque sea al precio de haber dejado las salas que subsisten a un metro del abismo, ni el otro precio obvio –los escasos seis euros que cuesta ver en Madrid el mejor cine en versión original en las salas Renoir- basta para ocupar mínimamente unas salas que se desangran a cuchilladas de la piratería impune, y en ese ejemplo extraño de fidelidad al formato que es pasarse a las series de televisión por lo mucho que recuerda al cine, mientras se deja morir el cine.
Se investiga estos días un fraude en el número de espectadores que permite acceder a subvenciones, y los cines vacíos se llenan de repente de productores, distribuidores y dueños de salas buscando arreglar de forma ilegal lo que la legalidad recaudatoria tan explícitamente se empeña en aniquilar. La sala que falsea los datos permite que las productoras accedan a subvenciones que al cabo de un tiempo permiten que las salas exhiban nuevas películas, que de otro modo quizá no serían viables.
La trampa en la sombra –reprobable, pero que arduamente aspira al enriquecimiento sino a la pervivencia de un sector- palidece ante el empeño gubernamental en que esa maniobra, o cualquier otra, sea inútil una vez que el anhelo de un cierto producto cultural se haya extinguido por el bien del electorado necesario para seguir votando a políticos analfabetos, a los que sorprender con un libro en las manos o saliendo de ver una película iraní probablemente haría pedir perdón por la falta de vulgaridad que se le supone a un bien sometido al mercado.
De las 42 películas bajo sospecha, las cuatro publicadas en el artículo de El País, de vida fugacísima en salas, alertan de un abismo cuyo destino comparten decenas de películas magníficas –españolas o no- que pasan cada año por los cines de la capital que mejor programación ofertan. El vacío es idéntico, sea José Luis García Sánchez o Tommy Lee Jones quien lo sufra.
El mundo no será peor si los cines desaparecen como no lo es porque se lea a Ken Follett y no a Cervantes. No es peor lo que sería mejor de otra forma, sino lo que te obligan a hacer cuando no quieres hacerlo. No se puede obligar a nadie a apreciar un tipo de cine cuando lo que la gente quiere es otro. Y eso vale para todo: el teatro, la literatura, la política. Falsear la recaudación, de una obra, de un libro, de una película, solo alarga la agonía de un mundo que no tiene quien lo quiera en términos mayoritarios, que son los que determinan gran parte de la oferta. Y si la política que alienta la vulgaridad y el desprecio de la gran cultura fuese, cabalmente, honesta, estrictamente vigilante de la veracidad de sus promesas en su cómputo sobre el mundo, casi parecería justo todo esto.

22 noviembre 2015

el arca de Natasha


Chéjov, que escribió Las tres hermanas en 1901, tres años antes de morir, dejó en el personaje de Vershinin a quien pudiera avizorar el futuro que aquel ya no vería. Y éste, Vershinin, hizo lo mismo que habría hecho Chéjov de vivir el siglo XX que se perdió casi por completo: proyectar un mundo mejor más allá de todo rasgo actual reconocible. Aunque su edad varía según el montaje, Vershinin, teniente coronel, comandante de una batería, casado y con dos hijos pequeños, podría tener treinta, treinta y cinco años. Habría tenido unos cuarenta y cuatro cuando la Primera Guerra Mundial estalló. Unos cincuenta cuando la Revolución rusa tuvo lugar.
Defensor de los derechos civiles y morales de una población que se debatía entre la mezquindad antigua, feudal y zarista, y la miseria nueva que traería la ruina de un modelo reemplazado por uno peor, Chéjov, aunque solo vivió en él cuatro años, era un hombre del siglo XX hasta que el siglo XX demostró ser indigno de Chéjov. Éste no podía saberlo, pero dejó a Vershinin a cargo del miedo a ambos: al siglo que acababa y al que vendría.
Cuando las tres hermanas –puro siglo XIX sin arreglo posible- se declaran desperdiciadas, anacrónicamente más avanzadas que el ambiente rural en que viven en una pequeña población de provincias, Vershinin, que ama a una de las hermanas desde la desdicha de esa otra forma de futuro imposible que es un matrimonio desdichado, dice que “supongamos que entre los cien mil habitantes de esta ciudad, atrasada y tosca desde luego, hay solamente tres personas como ustedes. Huelga decir que no podrán vencer a la masa amorfa que las rodea. Poco a poco a lo largo de toda su existencia habrán de ceder y diluirse en esa masa: la vida apagará sus voces y ustedes habrán dejado su huella. Después, quizá surjan seis personas semejantes a ustedes, luego doce, y así sucesivamente, hasta que las personas como ustedes lleguen a ser mayoría.”
El gulag sustituyó la mayoría que soñara Vershinin por una de ciudadanos asustados, que hubieran querido llevar la vida de las tres hermanas: aislada, callada, a salvo. Y si Chéjov quiso equilibrar el optimismo relativo de su representante futuro con el del mesianismo equivocado, fue sutil al hacerlo: la profecía de Vershinin, el arca de la vida futura -“dentro de doscientos años la vida sobre la tierra será inefablemente bella y prodigiosa”- fue proyectado sobre la descendencia de las tres hermanas, no solo las tres mujeres tan obviamente condenadas a no tener hijos, también las espectadores sufrientes de la descendencia de la cuarta mujer que atraviesa la obra –la cruel, despiadada, egoísta Natasha.
La vida que Vershinin augurara –“si ahora no existe, el hombre debe presentirla, esperarla, soñar con ella y prepararse para ella”- era la de los hijos de Natasha, los que, como en la obra, iban a expulsar de sus casas, años después, a quienes las ocuparan para enviarles al desahucio o la muerte. El destino soñado por las tres hermanas –Moscú- sería, años más tarde, el de un régimen asesino, símbolo del horror y la tiranía, que habría fusilado a Vershinin nada más leer sus opiniones.
“Me parece que lo que esencial, lo que vale auténticamente, sí lo sé, y lo sé a fondo. Quisiera persuadirles de que la felicidad no existe, de que no debe existir ni existirá para nosotros.” –dirá Chéjov desde dentro de Vershinin.

16 noviembre 2015

La Medea que Jasón querría


Puedo ser salvaje con quien busque mi muerte, debo ocuparme de la venganza; hagamos caer sobre él los males que prepara para mí, y que el crimen nos separe del mismo modo que el crimen nos ha unido ” –dice Medea en el preludio de la escena quinta de la composición de Marc-Antoine Charpentier en 1693 para la Académie Royale de Musique.
1693 fue un año conflictivo fuera de los salones en los que las agrupaciones de cámara interpretaban a Lully o a Rameau para los cortesanos del reino de Luis XIV. La guerra de los nueve años estaba en su ecuador, y éste no era un lugar cálido: a pesar de combatir en inferioridad numerica, las tropas franceses se imponían a la alianza de Portugal, España, Suecia, Inglaterra y los países bajos.
Esperando la neutralidad de Inglaterra, que finalmente se inclinaría por el bando contrario, Medea no debía ser difícil de interpretar en clave de traición, de cruel venganza contra un pacto sacrosanto. Y a siete años de entrar en el siglo XVIII, el barroco musical no podía sonar a los oídos de quienes la escuchaban como el sonido natural del drama al que añadían una segunda narración.
El tiempo ha respetado algunas convenciones de aquellos días –cierta idea local de la grandeur-, pero no la forma en que el clave continuo imposiblemente puede imitar la voz de una animalidad como la de Medea. “Naced, monstruos, naced. Todos mis encantos ya están listos” –dirá cerca del final. Pero uno cierra los ojos y lo que escucha en versión de concierto es solo la delicadeza, la finura del sonido que el barroco creó para describir los salones reales en que era interpretada. Ver en esa música la barbarie griega que describe Homero en sus cantos épicos era impensable, poco o nada civilizado.
Sus acordes son el espejo de una Medea imposible. No hay en la música de Charpentier ni un gramo de ferocidad, de la bestialidad desatada al hacerlo su venganza ciega y matricida. Sus notas son más bien las que debían sonar en el Olimpo, plácidas, anestesiadas, cuando Helios desciende en la obra de Eurípides para salvarla de la justicia, esa otra nota impensable en la música del XVII.

14 noviembre 2015

que le corten la memoria


Escrito por Eugene Ionesco en 1962, el futuro rey de España habría podido leer El rey se muere días antes o después de casarse ese mismo año. Si lo hizo durante su reinado es difícil de saber, ni por él mismo. Entre otras cosas porque su regencia abarca 39 años. “¿Te aburre? ¡Hay seres a quienes no se comprende!” –escribió Ionesco- “También es hermoso aburrirse. Aburrirse y enojarse, y no enojarse. Y estar descontento y estar contento. Y resignarse y protestar. Se agita uno y hablas, y te hablan. ¡Una fiesta continua!”
Escrito, dirigido y cointerpretado por Alberto San Juan, El rey contiene un poco de todo eso: por un lado, enojo, descontento, protesta, agitación. Por otro, Luis Bermejo. Suya es la hermosura, el estar contento, la agitación, la fiesta continua. Puesto al servicio de lo anterior, el resultado son dos funciones simultáneas: el teatro político escrito por San Juan, y el absurdo existencial de Ionesco como sombra obediente y desobediente.
¿O era al revés? El texto de San Juan, compuesto por líneas pronunciadas fuera de los teatros por el monarca y sus socios de transición y engorde institucional es, en manos de Bermejo, una sátira feroz que tanto podría estar declamando partes del Minuto del payaso que viene de ser en el Español. Las formas preconstitucionales, con un franco atildado y cruel, y un Juan de Borbón embebido de rasgos medievales, son un foco contra el que se recorta la figura del rey como alguien que, sin saber si hacer lo debido o lo forzado, coge algo de ambos mientras afronta una transición de bidé donde la lejía se usa para emborrachar. 
Planteada como un viaje hacia atrás en el tiempo, en el que espectros de toda índole –Suarez, Puig Antich, armada, tejero, Chicho Sánchez Ferlosio o González- cogen al anciano y le vuelven niño, o viceversa, incluso eso acaba honrando el rey de Ionesco, que, al serle anunciada su muerte, se niega a revisar su vida, a aceptar que ha de terminar. 
La doblez permea la función: el discurso que abre la función –el del Felipe VI en el momento de aceptar la corona mientras honra a su padre como gestor de un pasado glorioso- enseguida cobra una nueva vida al escucharse el que pronunciara su padre, el rey cesante, en 1975 al honrar la figura del rey recién muerto al que él sucediera. Juro que hay un momento en la obra en que hace parecer legítimo a franco.
Si el niño a merced de matones se parece mucho, unas secuencias más allá, a una democracia a merced de matones parecidos, y los méritos del país son confrontados por San Juan a la rentabilidad obtenida por el rey como comisionista mayor del reino, la escena que lo cuenta es, el día que asisto a la función, quizá la mejor en tanto que mal ejecutada: al sentarse Bermejo/de Borbón en el trono para hablar con golpistas literales o empresariales –no recuerdo-, se remueve en el asiento como si algo estuviese allí por error. Lo saca de debajo, lo pone sobre la mesa, junto al Whisky. Es una pistola.
El reparto de papeles en una transición como la nuestra parece, finalmente, calcada del texto de Ionesco: en ella el médico es también verdugo y astrólogo. Entreverado de reyes sin nombre que se turnan el interregno, el texto de San Juan reparte bien el papel de verdugo y el de astrólogo. Y lo que uno esperaría de franco (de verdugo a astrólogo) lo encarna el padre del rey (de astrólogo a ansiado verdugo), Juan de Borbón. Su ira y su afán de poder, tan los de aquel rey de Ionesco que, al sentirse morir, finalmente pide matar a las dos arañas que hay en su dormitorio, no querer que le sobrevivan. O mejor no, que no las maten. ¡Puede que tengan algo de él!
Repasadas en tono documentalmente abrasivo las virtudes mil veces leídas acerca del papel del ex rey en los últimos cuarenta años, acaso hubiera conformado una más sutil lista la que, en Ionesco, enarbola el alabardero al glosar la gloria del rey, responsable de “robar el fuego a los dioses, inventar la fabricación del acero, construir el aeroplano, la torre Eiffel, los arados, las cosechadoras, el primer tanque de guerra, apagó los volcanes e hizo surgir otros, construyó Roma, Nueva York, Moscú, hizo las revoluciones, las contrarevoluciones, la religión, la Reforma, la Contrarreforma, escribió La Illiada y La Odisea, inventó el teléfono, logró la fisión del átomo”.
Hace catorce años en un montaje de El rey se muere, en La Abadía, Francesc Orella se moría, no sentado en su trono como escribió Ionesco, sino bajo él. Es el mismo sillón que preside la escenografía para este Rey en el Teatro del Barrio. Quizá para ilustrar que un trono está hoy para no ser ocupado. O si se tiene la escasa vergüenza de hacerlo, para esconderse bajo él en cuanto alguien sugiere la verdad. “Su majestad está oficialmente ciego” –claman en Ionesco- “mirará hacia dentro. Verá mejor”.

13 noviembre 2015

la función por deshacer


Si el amor es un río de lava desatada, el fin de ese volcán, el fin del amor, podría ser el vertido de lava ascendiendo hacia la boca de la que saliera. La clausura del amor, escrita por Pascal Rambert en 2011, consiste en dos ríos subiendo hacia esa boca por un lado concreto, perfectamente acotado, de la montaña. El resultado es tanto el duro ascenso del vomito hacia el lugar del que brotara, como la extrañeza del resto de trozos de paisaje súbitamente al margen.
Traída en noviembre de 2015 por Israel Elejalde y Bárbara Lennie, y construido a su paso por el Festival de Otoño de Madrid como dos monólogos de una hora de duración respectiva separados por una canción infantil interpretada por un coro de niños salido a escena como si fuera la belleza perdida, es el retrato del aislamiento propio a costa del aislamiento ajeno, la voz a costa del silencio del otro.
Versando sobre el fin del amor uno –él- y sobre su agónica pervivencia incluso en la clausura –el de ella-, es sobre todo un diálogo diferido, en el que el verborreico vómito inicial –él- es respondido, más bien comentado, por el de ella una hora después. Si es justo el de ella el que se abre paso a cuchilladas en el pecho de quien asiste a la función es porque el que contesta tiene más ira que duelo, y sobre todo, más calidad de discurso sobre la fatiga de los materiales que de confesión insoportable al material con el que uno ha estado casado años.
Extraña, escrito por Rambert, que el suyo sea el lado más retórico, uno que más aleja el amor a base de nombrarlo de forma alambicada que por la temperatura de esa lava, que solo lo parece realmente cuando es su oponente la que, al rebatirlo, lo encarna por fin en un dolor creíble. Incluso en manos de un intérprete excepcional como Elejalde, el lenguaje de Rambert agota más que conmueve.
Extraña también que sea él quien solo mencione el escenario y el público como una hipótesis al servicio de una intimidad que en ningún momento asoma en su exposición. Y que sea ella quien se declare actriz, quien les ubique en escena, quien más explícitamente explore el segundo volcán que sobrevuela la función: los personajes se llaman por su nombre real: Israel llama Bárbara a la mujer a la que está dejando. Bárbara llama Isra al hombre al que odia perder de tanto que le ama. No es un secreto que ambos son pareja en la vida real. Asi que la tensión viaja desde el texto hacia lugares más inquietantes.
El mecanismo con el que el discurso de ambos vuelve una y otra vez al terreno de la ficción es una frase repetida varias veces, como un mac guffin con el poder de sonar necesariamente falso o una salida de incendios en medio del fuego sospechosamente parecido al real. “Esto no ha hecho más que empezar” –repiten ambos como quien se encomienda a una línea que solo puede ser escrita para ser dicha en un escenario y sonar falsa.
Si en él el narcisismo del discurso propio se impone al discurso sobre el narcisismo ajeno, en ella el reproche, que es devolución inicial de lo escuchado, en seguida se vuelca como autopsia en vivo. Y no necesariamente para matar algo sino quizá para revivirlo. “La vida es redimible” –dirá- “el perdón está por todas partes”. Si él vino para hablar de la extinción del amor, ella lamenta lo que él no tendrá ya, lo que pierde al perderla. Ella habla de cosas vivas, de una clausura injusta, errada.
Algo cuenta el que, imaginada al revés –primero ella, después él- la obra no existiría. Y algo mejor, más sutilmente atada al respeto por lo que el texto busca, que al salir a saludar tras lo que uno imagina catártico, ambos no se besen o abracen. Que siendo nítidamente Bárbara e Isra, sean final, explícitamente, los personajes de Rambert. Quizá honrando también eso que ocurre al mismo tiempo en la sala de al lado de los Teatros del Canal: una versión de Escenas de la vida conyugal, de Bergman.

12 noviembre 2015

05 noviembre 2015

negociando con perros


Una de las razones que podrían explicar la renuencia de la iglesia católica a afrontar y castigar a sus miembros pederastas es la plena conciencia de que los sacerdotes que caen en ese crimen solo repiten la maniobra que su empresa lleva a cabo con ellos. Si la premisa de El club, dirigida por Pablo Larraín, no se aprecia como algo incoherente es porque en ser deseable nos basta: que sea una entidad violadora de derechos esenciales del hombre la que juzgue a aquellos que violan los derechos de otros seres humanos indefensos es hoy un grito tan demandado que a nadie le importa que en el banquillo no se sienten a la vez ambos: quien juzga y quien es juzgado.
El club no ahorra una sola ambigüedad al respecto, ni la de la víctima de abusos en la infancia que añora al sacerdote que se los infringiera como un amante añora a otro. Tampoco la del pederasta que no entiende cómo ni su amor por los perros es aceptable dentro de la iglesia católica. En el reparto de culpas e inocencias, Larráin incluye a los inocentes que cargan con pecados que no cometieron –la hermana que cuida de la residencia de curas apartados de su profesión- y que acaban tramando un acto criminal que castigue enésimamente a quien, con sus denuncias, atrae la atención no deseada sobre la residencia. O la del sacerdote culpable de infringir la ley civil a base de cumplir la de compasión más elemental: buscar un hogar para los hijos que no son deseados al nacer.
No hay peor crimen que forzar al delito a un hombre y luego no responsabilizarse de tu parte en ello, y eso es la base misma de una religión que pregona el amor mientras lo prohíbe en su expresión más honda a quienes se acogen a su sombra. La tolerancia hacia la homosexualidad en el clero sería una hipocresía más, amparada mientras se mira hacia otro lado, si ésta no incluyera niños de forma tan frecuente. Así, lo que se juzga inconveniente en la vulneración de la regla no es la sexualidad o la homosexualidad, sino el delito civil.
Es la infracción que viene de fuera, de la ley no regida a solas y a conveniencia, la que, como en la película, impulsa a la iglesia recientemente a purgar a aquellos que han cometido crímenes de pederastia. Por eso la solución final, y ambiguamente piadosa, que halla el sacerdote enviado a cerrar la casa que aloja a los proscritos, es no castigarles acorde a la ley sino obligarles a ganarse el perdón de dios, acogiendo bajo su mismo techo a quien tan nítidamente es la prueba de su crimen, el antiguo y el nuevo: el general y el individual.
He sido esclavo laboral y sexual de un grupo de depravados, encubierto por jerarcas de la Iglesia” -escribía al papa un hombre hace poco para denunciar el horror vivido durante décadas por aquellos que caían en las garras de francisco andreo, fundador de la Comunidad misionera de San Pablo Apostol y de María Madre de la Iglesia. El vaticano llama “comisarios pontificios” o “visitadores apostólicos” a los obispos encargados de investigar “comportamientos morales inapropiados” en sus organizaciones. En la mayoría de casos, las denuncias se archivan con el argumento de que “no estaban fundamentadas” o “son de mala voluntad” –se lee en El País 3.11. Justo ese fue el dictamen de quienes investigaron la corte impune de andreo. Mientras la película estaba aún en cines, el fundador de la congregación El Sodalicio –luis Fernando figari- era sancionado a una de esas casas de retiro, tras saberse su condición de abusador sexual, amparada durante años por el cardenal de Lima, el más alto prelado del opus dei en activo por ese tiempo.
Un artículo de Juan G. Bedoya en El País 1.11? ilustra el infierno con dos ejemplos más: el del fundador de los legionarios de cristo, marcial maciel, que abusara durante décadas de decenas de muchachos, pese a la investigación abierta contra él décadas antes, silenciada por el propio pio XII. Y la de cherubini, de la orden de clérigos regulares pobres, pedófilo que llegó a ser superior de la orden. Si alguien quiere una metáfora clara de qué es el mundo para una organización como la que produce y ampara semejante monstruosidad, que la busque en lo que los perros son en la película.