27 febrero 2014

26 febrero 2014

calidad del testigo


Quizá quien crea testigos equivocados esté destinado, como compensación, a ser él mismo testigo permanente de tantas versiones como sea posible de aquello que contribuyera a simular. Hace años, en Túnez, uno se encontró caminando por las calles de una de sus poblaciones de la mano de una mujer diez años mayor. No tanto porque ella lo pareciera, sino porque uno siempre ha parecido, o mejor, ha actuado como alguien menor de lo que correspondería a su edad. No pocas veces he pensado en cómo esa imagen –un hombre joven caminando de la mano junto a una mujer mayor que él- construyó a partir de ese momento fugaz, en quienes nos contemplaran en Túnez ese día y nunca más, una realidad paralela e irreal. La condena por aquella simulación es, desde hace unos años, posar desde una de las paredes de aquel viaje, y hacerlo en la cocina de mi casa. Desde esa posición, mi adorada R. está obligada a verme besar a cuantas mujeres pasan por mi vida, o solo por mis manos. Y cómo saber si lo que me atrae de hacerlo justo en esa parte de la casa, en la cocina abierta, no aspira solo a devolver algo del amor que ella me enseñó, no a usar, pero sí a apreciar. Tampoco si eso convierte la experiencia en un trío, algo que a ella le haría sonreír. De hecho, en la foto sonríe. No es fácil amar lo que más amas delante de aquel/aquella a quien más debes. Y acaso bastara quitar su foto o darle la vuelta para que lo que ve desde esa pared dejara de ser, enésimamente, irreal y se transformara en algo a lo que poder llamar realidad. Si no voy a hacerlo es porque sé que ella prefiere mirar. Y acaso, cuando más feliz soy, yo también.   

También su nacimiento mira hacia el mío desde el día de enfrente. Feliz cumpleaños, chica guapa. Que sean muchos más. Y que ambos lo veamos. 

25 febrero 2014

Llorando a Príamo


Se interrumpe el funeral diario que representa Hécuba en el Español estos días para abrir hueco al homenaje a Enrique Morente. Y el primer canto de su hija Estrella es, de repente, sola y desgarrada, la misma presencia pese al cambio de decorado. Ese prodigio súbito –los barcos aqueos comandados por Agamenón, hechos de madera granadina. 

23 febrero 2014

orden y concierto


Alexander Pushkin y Antón Chéjov. Leonard Bernstein y John Adams. Franz Kafka y Milan Kundera. Si peculiar es haber dedicado el fin de semana a sendas parejas de solo tres nacionalidades, más lo es que lo sean también por rigurosa actividad: leer ruso, escuchar música estadounidense, asistir a teatro checo. Sabemos así que mañana, nada más salir de la piscina, empezará a llover. 

21 febrero 2014

Un minuto a salvo


Si Luis Bermejo aúna la capacidad de bordar la vulnerabilidad con, un minuto más tarde, la energía volcánica para escapar de ella o para ponerla en su sitio, a El minuto del payaso, de José Ramón Fernández, en la Kubik solo un día más –el 27.2- le sobran segundos en todas direcciones. Y es porque Bermejo es, enésima, magníficamente, ambos a la vez –el que sufre y el que vino para paliarlo, el que sabe que el miedo que se derrota en un instante tarda lo mismo en volver a por su presa. Solo fuera de la sala, si tienes suerte, llegas a saber que buena parte del personaje, que uno pensaría sacado de Fernando Soto, el director, es Bermejo realmente, que el payaso al que besa la niña es él. Epifanía de cómo afrontar los temores que nos atenazan, su logro apabullante acaba creando su antítesis: el miedo que da pensar en no volver a verlo. 

20 febrero 2014

reverse



El rosal de la entrada aún no ha terminado de perder las hojas de la pasada colección y ya asoman los brotes rojos de la nueva temporada. Si la botánica tuviera leyes menos prácticas, y sí más compasivas, las nuevas hojas asomarían del color de las últimas, e irían tornándose verdes. Eso no solo haría la vida de las hojas viejas menos humillante, también ayudaría a asomar, al menos visualmente, el clima más apaciguado de la primavera que el verano devora cada año sin que dé tiempo a verla pasar. 

14 febrero 2014

donde nada que vuela sobrevive


Agosto, de Tracy Letts, es una obra sobre el silencio, sobre la renuncia del testigo a serlo o confirmarlo. Y casi sorprende que su más obvia encarnación –la cocinera india- sea la que decide intervenir contra todo pronóstico, al descubrir a la hija adolescente de Barbara siendo seducida por el prometido de Karen. Pues contratada poco antes, se diría que para que quede alguien a quien nadie grita, contra quien no se lanzan cuchillos, ya por entonces ha de haber aprendido que las palabras, en esa casa, se usan solo para tapar lo que no hiciste cuando debías. Solo hay otra persona a la que nadie parece tener nada que reprochar, y éste -el tío Charlie- es justo el otro que se declara fugazmente un testigo harto, aunque sea en privado, como si hacerlo fuera un anatema familiar.
Construida sobre el fallecimiento de Beverly Weston, el reencuentro familiar es el de las partes de la bomba llamadas a encontrarse. Solo que antes de la explosión, incluso las que han estado en contacto con otras durante décadas parecen no haberse rozado. Ninguna más que Ivy, la única de las hermanas que permaneciera en la casa familiar, cuya sensibilidad se diría cercana a la de su padre, pero que resulta gélida en cuanto a su memoria o su defensa. Y esa es justo la espoleta más sospechosa, pues si Beverly se suicida como parece, es ella a la que Beverly hubiera hablado de ello, a la que hubiera advertido, de la que se hubiera despedido. Violet sabe en qué motel duerme antes de dirigirse al embarcadero, pero su drogadicción permanente la hace inmune a esa información, y Beverly debía saberlo.
Ivy era la persona a la que esa información estaba destinada, la única a la que podía importarle. No para hacer algo al respecto –Violet probablemente la hubiera prohibido ir, hubiera camuflado su desprecio y su amargura en un enfado que profetizara el regreso de su marido, como otras veces. Pero eso no libera a Ivy. Como tampoco el que, por vez primera quizá, tenga por fin el corazón ocupado. No pudo haber sobrevivido a años larguísimos junto a ese tumor con piernas que es su madre sin haberse refugiado en su padre, el poeta, el lector de T.S. Elliot. Y la mejor prueba de ello es que su padre tampoco hubiera aguantado tantos años sin matarse de no haber podido refugiarse, además de en el alcohol, en ella, en su hija más sensible, más melancólica, más sola. Cuanto más habla y grita Violet, más resuena el silencio de quienes solo juntos podían soportarla. 

12 febrero 2014

La vida en dos frases


Que se limiten a quererte cuando querrías que te amen. Que te amen cuando preferirías que solo te quisieran.

10 febrero 2014

dime quién te lee


La edición de The New York Times International Weekly que El País incluye los jueves publica el 23.1.14 noticia de Dick Metcalf, un reconocido periodista estadounidense especializado en armas, purgado de cuanto trabajo tuviera en el sector desde que en octubre publicara un artículo -“Hablemos de los límites”-, en el que sometía a consideración las leyes sobre armas en Estados Unidos. Recibió amenazas de muerte por correo electrónico. Jerry Tsai, director de una de esas revistas, publicó en 2012 que un subfusil diseñado para los cuerpos policiales no estaba “al alcance de los civiles”. No ha vuelto a publicar desde entonces. Jim Zumbo, autor de 23 libros de caza, escribió en 2007 que los rifles militares eran armas de “terroristas”. No habrá libro número 24.
The Economist dedica el 7.12.13 su portada y su principal editorial al mayor grupo inversor del mundo, que resulta ser el del propio semanario. Las balas son otras, pero están: “An ecosistema which is dominated by a single line of thinking is not healthy, in politics, in nature or in markets. Such groupthink in finance is a recipe for booms (when everyone wants to buy the same thing) and busts (when they all rush to sell)… too many investors relying on a single model Spreads an unhealthy orthodoxy and is likely to make the markets more volatile than they otherwise would be… The more they (investors) rely on BlackRock´s análisis, the smaller the ápside when it gets things right and the greater the downside when it gets things wrong –as, one day, it eventually will.”

09 febrero 2014

Y si


¿Sirve la frase de la fotógrafa Dorothea Lange que cita Muñoz Molina –una cámara es una herramienta para aprender a ver sin cámara- para expresar otras que caben peor entre las manos?. Cómo alguien a quien amas sirve para aprender a ver sin esa persona. Cómo un don pudiera servir para aprender a vivir sin la importancia que el mundo le otorga. Cómo un ideal sirve, entre otras cosas, para aprender a saberlo irrealizable. Aunque solo sea porque te evita sufrir pensando qué será tenerlo, lo que tienes sirve para saberlo reemplazable. Lo que atesoras sirve para saber que puedes perderlo. Nada de lo que captura la mejor cámara es tuyo, nada de lo que en ella aparece puede tocarte o escucharte. Y sin embargo, lo hace. Sin lo que llega para enseñarnos a prescindir de ello no sabríamos lo mismo. Necesitamos la cámara para vivir. Pero, entonces, ¿por qué, en un concierto, tantos dejan de asistir a él para grabarlo a través de sus teléfonos?. “Mira qué cielo más bonito” –decía T. hace unos años, en Tailandia, mirando la pantalla en vez del cielo. Qué es un libro escrito hace 400 o 2000 años sino un telescopio que sirve para aprender a ver el mundo que no sabe que existe el telescopio. 

A Lorca le habría gustado


http://www.flickr.com/photos/vblibrary/sets/72157623618957199/

08 febrero 2014

memorias de otro subsuelo



Hay dos policías de las ratas estos días en la cartelera teatral de Madrid, y uno es Arturo Fernández. Como en el relato de Bolaño –El policía de las ratas- que dirige Alex Rigola estos días en La Abadía, ser el único en asistir a un crimen, en revelarlo y hallar un culpable, es, en el texto de Albert Boadella –Ensayando Don Juan- (Teatros del Canal), más la historia de cómo las ratas llegan a serlo tanto que la investigación del hecho obvio. Si en Bolaño el policía es acusado de no ser lo suficientemente rata, de actuar fuera de los códigos de la comunidad, en Boadella es un reproche mutuo: por un lado, el de quienes ensayan un Don Juan lamentablemente expresado, banal, embrutecido, hacia el guardián de las esencias que representa Fernández. Por otro, el de éste, al asistir, y rebelarse, contra la atrocidad que la directora del ensayo perpetra contra el texto de Zorrilla en aras de la modernidad.
Si Bolaño hizo igualmente ratas a quienes matan, a quienes no pueden concebirlo y a quienes persiguen los crímenes, Boadella ha llenado las alcantarillas de un cierto teatro vanguardista, para el que la forma –la no forma, que diría el policía Fernández- se basta para tomar de don Juan lo que necesita –su pene- y despreciar el resto. Que el policía/comendador sea aquí de una especie aparentemente distinta al resto –un dinosaurio, tal y como se le llama- habla, como en Bolaño, de la dificultad de consensuar una autoridad, por evidente que sea el crimen. Y de cómo esa autoridad halla su más grave obstáculo en lo que la mayoría espera de quienes no la secundan. Si en Bolaño forenses y superiores policiales buscan preservar una cierta idea de la armonía social al negar la evidencia –que es una rata quien parece haber matado a las otras ratas-, en Boadella, no por menos dramático el tema, es menos reconocible el mismo empeño: cómo superar la verdad –que lo que escribiera Zorrilla no puede decirse plenamente sin decir su forma exacta- exige inventar un culpable –Fernández- o, si no se encuentra éste a mano, al menos una culpa –que el teatro clásico no conserve vigencia si no se le reescribe por completo.
Si esto último vaga penosamente como farsa facilona lo que podría haber pugnado como espejo verosímil de nuestro tiempo –duele ver a David Boceta, formado en la CNTC- es porque, al contrario que en su formato clónico bastante más logrado –Amadeu-, ni el intento de la directora vanguardista deja de ser aquí un chiste exageradamente expuesto, ni el papel de Fernández como valedor de un formato sensato, algo que muchas veces… es solo Fernández haciendo de sí mismo. Si se asiste a Bolaño desde la misma negrura, desde la misma impenetrabilidad que rodea los pasos del policía, en Boadella se sufre la extorsión de un tópico lanzado contra otro. Lo que en uno es tensión y enigma, en otro, fatiga e irrelevancia.
“En ella admiramos lo que jamás admiraríamos en nosotros” –lo que dijera escrito Kafka en el cuento –Josefina, la cantora- en que se basó Bolaño para componer el suyo dice de las razones de Fernández para defender su personaje, y de paso todos los demás, más de lo que Boadella ha hallado para defender al policía de quienes le acusan de ser el asesino. Lo que cuenta El policía de las ratas –que la dedicación al arte podría ser fácilmente considerada una debilidad, algo que incapacita para trabajar, para ser lo que la comunidad espera que seas- diría de Ensayando don Juan algo que Boadella, que llena los Teatros del Canal estos días de quienes van a ver a Fernández ser Fernández, ha escogido callar: que es el público quien vacía de arte los teatros y lo llena de obras pueriles. “Tengo entradas para Julio y César” –dirá una de las señoras, sentadas a mi derecha.
Es justo la elección entre el arte y su sombra tenebrosa lo que Bolaño añadió al relato de Kafka. Donde éste dibujó un pueblo simultáneamente entregado y receloso del único de sus especímenes con cierta disposición al arte, Bolaño multiplicó el efecto de ambos, solo que para hacerlo los desplazó a la sombra. Si el arte de Josefina la cantora consistía en emitir un sonido desconocido para el resto, la investigación que en Bolaño dirige su sobrino –Pepe el tira- es la de un arte igualmente inconcebible: por un lado, el del crimen entre iguales, por otro, el de averiguarlo y pretender que se sepa. “En círculos de confianza reconocemos abiertamente que el canto de Josefina no tiene nada de extraordinario”-escribió Kafka. “Es solo una anomalía” –dirá del asesino la rata reina en el relato de Bolaño. Si en Kafka “nuestro pueblo apenas conoce la lealtad incondicional”, en Bolaño ésta parece ser la principal obligación, el primer requisito de la supervivencia de especie, donde aceptar el crimen entre ratas es tan impensable como en Kafka se saben “incapaces de soportar a un verdadero artista del canto… rechazaríamos unánimemente la insensatez de una actuación así”.
Finalmente, la proximidad entre ambos lados de lo insoportable les une más de los que les separa. Cuando el policía de Bolaño es forzado a callar su descubrimiento, quien habla por su boca es la misma Josefina que dijera cantar para proteger a su pueblo. Lo que callan sus superiores es el mismo núcleo de la verdad indecible que Kafka pusiera en boca de su rata narradora –“Josefina, la culpable de todo, sí, la que tal vez ha atraído al enemigo con sus silbidos, siempre ocupa el lugar más seguro y desaparece la primera, protegida por sus correligionarios, en silencio y lo más rápido que puede. De esto se podría deducir que Josefina prácticamente se encuentra fuera de la ley, que puede hacer lo que quiere, aún cuando ponga en peligro a la colectividad, y que todo se le perdonará.”
La cuestión que Bolaño desplazó a la oscuridad de las alcantarillas muertas –qué es un depredador- es la misma que Kafka planteara respecto al arte de Josefina. Responder a la primera permite formular más fácilmente una más delicada si cabe -qué somos, pues, nosotros. Si el asesino es uno de los nuestros, nosotros podríamos ser como él, tener algo de lo que le hace tan diferente. “Yo soy una rata libre” –dice el asesino al ser descubierto. Dijera soy un artista y no se entendería menos como extracto del relato doble sobre el arte como don que, en tanto que aislado hasta ser incomprensible, mejor haría en desaparecer por el bien de una sociedad que necesita ser una sola cosa, sin fisuras. “Se podría suponer la confesión de que el pueblo, como ella afirma, no comprende a Josefina, que solo admira impotente su arte y que no se siente digno de ella. El pueblo aspiraría a compensar el daño que causa a Josefina con su incomprensión… y del mismo modo en que su arte queda fuera de su capacidad de discernimiento, también ella coloca sus deseos y su persona fuera de su poder de mando… pues es falso… Josefina solo lucha para que se la libere de todo trabajo por consideración a su canto”. Ese otro insulto frecuente, ya apuntado antes, sumado a la vulnerabilidad de la sociedad ante la belleza o la diferencia creativa: la vagancia.

“Además del concierto tenemos una función teatral” –se lee en Kafka. Felizmente. 

05 febrero 2014

Artistas del anonimato


El abogado que Herman Melville puso a narrar su relato Bartebly el escribiente en 1853 quizá seguía vivo treinta años más tarde, el día que Kafka nació en Praga. De cuantos personajes aparecen en el relato, el único que acaso hubiera podido vivir hasta 1922, cuando Kafka publicó su cuento Un artista del hambre, es Ginger Nut, el chico de los recados que en Bartleby obtiene su nombre a partir de los buñuelos de gengibre de que abastece a los copistas que trabajan en la oficina. Si Kafka leyó o no el relato de Melville es menos seguro que el desdén con el que el protagonista de su Artista del hambre, encerrado en una jaula circense como Bartebly lo hiciera en una oficina, hubiera tratado la ocasional visita de aquel proveedor de buñuelos.
Si Melville imaginó un hombre desdichado y silencioso que preferiría no hacer nada que no quiera hacer, Kafka fabuló la historia apartada de un ser condenado a ser el mayor ayunador que el mundo haya visto. Si aquel se contrae sobre sí mismo hasta desaparecer en unos pocos meses, éste logra estirar su agonía idéntica durante años. Si al escribiente parece una atracción humana que no quisiera un rasgo de humanidad convencional en él, el ayunador ve su estrella apagarse, a medida que la atención del público ignora, primero gradual y luego absolutamente, su esfuerzo circense. Orgullosos, ambos subsisten gracias al que podría ser su único contacto humano –un abogado, un empresario- a quien tanto Melville como Kafka encargaron la misión de narrar la desventura de aquellos. Ambos mueren de hambre, ambos voluntariamente, ambos solos.
Los relatos situados antes y después que el Artista del hambre en la edición de sus cuentos completos -Valdemar/ 2000-, se leen como celdas contiguas a la que contiene al ayunador. Si el zumbido que suena continuamente en el relato El intercesor –historia de una búsqueda sin posibilidad de solución- “parece tener su origen en el lugar en el que uno casualmente se encuentra… y el tiempo que se te ha otorgado es tan breve que si pierdes un segundo has perdido toda tu vida”, en Nuestra sinagoga, el animal que, como la pantera que acaba ocupando la jaula del ayunador, habita allí donde los hombres se reúnen, “ante todo se mantiene alejado de los hombres… solo parece estar unido al edificio… lo que sin duda preferiría es mantenerse oculto…Vive desde hace muchos años abandonado a sí mismo… Hace muchos años, se intentó realmente expulsar al animal… en realidad era imposible”.
Lo que Kafka escribiera sobre el intento del ayunador –“nadie tenía derecho a mostrarse satisfecho con lo visto, solo él”- es más hondo que lo que, al final de su relato, decidió iba a justificar su epopeya trágica –“no encontré ninguna comida que me gustara”. Melville tuvo menos compasión por su protagonista. Diseñó una doble celda, una doble tumba, al fundar su silencio y soledad absoluta en un trabajo previo en el área de una oficina de correos donde solo llegaban cartas muertas, cartas sin destinatarios ya que pudieran recibirlas. Si Melville pudo haber titulado Un artista del no el periplo de su desdichada criatura, Kafka no podía dar un nombre a su ayunador sin que al menos esa parte de él viviera, andara, resonara, acaso se alimentara de algo fuera de la jaula. 

http://www.teatroguindalera.com/un-artista-del-hambre/

04 febrero 2014

el hombre y la tierra


Mientras la crisis, al cebarse con los más débiles, profundiza en la deshumanización de sus miembros, el relato del comportamiento de quienes crearan el Apocalipsis financiero hace siete años les muestra como alimañas que acaso solo rebajando la cualidad humana de sus semejantes pudieran sentirse menos singulares. En las versiones de la caída, ficción y realidad también compiten por acercarse cada uno al área del otro: mientras El lobo de Wall Street podría ser un documental de la banalidad y la impunidad del gran dinero, solo la ruina que trajo a quienes invirtieron en Enron impide ver el documental homónimo de Alex Gibney como una parodia, un vodevil del gran formato financiero reciente. Como también en La gran estafa americana, si la escala de la corrupción y la mezquindad recreada asombran es porque parecería directamente proporcional al sinsentido o la estupidez frecuente, como si amasar una fortuna estuviera directa, estrictamente, reñido con la inteligencia en la toma de decisiones. Revisas ese retrato opuesto que es El capital, de Costa-Gavras –su tiburón (francés), uno frío, calculador, de dentelladas discretas e implacables- y te preguntas si la llaneza tan norteamericana, la exposición transparente de lo que se piensa, que tiene en la estupidez política el más nítido escaparate, no es solo pura vergüenza a que les llamen por otro nombre. 

03 febrero 2014

el personaje que no te salva


Con suerte tus contemporáneos hacen por ti algo más que crear grandeza a la edad exacta a la que tú, por tu parte, sobrevives, y a veces esa elevación contiene la caída, o al menos el vértigo que la vida impone. Hubieron de pasar muchos años hasta que la memoria dejara de asociar a Philip Seymour Hoffman con el personaje al borde permanente del ridículo o el colapso que bordara en buena parte de su filmografía. Cómo no ver hoy en clave profética que si su encarnación de Truman Capote le permitió ser, por vez primera, ambos –el ser vulnerable y el osado-, el sacerdote que encarnara en La duda iba a reafirmar el segundo, aunque el papel consistiera en perder íntimamente como el primero que nunca se había podido dejar de ser. El tiempo pasado entre lo que una cara está, al parecer, obligada a contar, y lo que ésta podría transmitir pasado un tiempo es un raro insulto al Hoffman actor y acaso una recompensa justa al Hoffman persona, cuya maduración, fuera del actor a la persona o viceversa, ojalá hubiera aportado a su persona privada la misma solidez, la misma estatura suprema, que su persona cinematográfica disfrutaba desde hace un lustro. Que la fragilidad que ya no te matara en público te mate en privado deja una tristeza a la altura del dolor que Hoffman y su talento inmenso sembraran en un trabajo que consistía en que la gente pagara por verte sufrir. Uno se sentiría mejor si lograra ver en su encarnación asombrosa -lo son todas las que a las órdenes de Michael Thomas Anderson- de un farsante en The master que, vendiendo seguridad en sí mismo, acoge bajo su protección fracasada a un ser autodestruible, un mero y grandioso epitafio cinematográfico. 

01 febrero 2014

En tierra concéntrica de Pinter


La humillación, propia o ajena, o simultáneas, que en Pinter, como en Bernhard, es un recurso frecuente al alcance de cualquiera es, en Tierra de nadie (1975), el único al que ninguno de sus cuatro protagonistas está dispuesto a renunciar. Descontados los dos asistentes/mayordomos, cuya humillación es de pago, siquiera sea éste emocional, el reencuentro de los otros dos, tras medio siglo sin verse, opone a la jerarquía evidente –uno es el que invita, el otro el que asiste; fama y prosperidad asisten a uno, apenas una fina superioridad moral al otro; el que sin obra lo tiene todo, el que con ella, nada-, una carrera por humillar al otro tanto como por denigrarse a uno mismo. Como si un concurso por derrotar al otro pasara, también, por perder lo que él pierde, es tierra de actores queriendo decir los dos papeles a la vez. Retrata el dolor y el éxtasis mezclados, la intrusión del éxito en el fracaso, y cómo el olor de éste no se va ni dentro de los colonia de aquel. Clásicamente Pinter, nada de lo que poseen ambos sirve para salvarles –ni el orgullo de lo que uno puede tocar, ni el de lo que otro puede exponer. El texto de Pinter se representa estos días en Madrid y en Nueva York y, asombrosamente, una segunda humillación, acaso la más fácil de preveer, resulta la menos probable: resolver si la encarnación española -Lluis Homar y José María Pou en el Matadero- cumple el papel del engreído Hirst o si lo hacen Patrick Stewart e Ian McKellen en el Cort Theater. Con la humillación financiera recorriendo el mundo, el ansia mutua por lograr un mejor fracaso, un nuevo fracaso recuerda a Beckett y quizá en ello adquiera más sentido –por si no tuviera poco- el que en Nueva York el montaje de Pinter se alterne, encarnado en las mismas caras, con Esperando a Godot. Mientras esa otra tierra de nadie –la inexistencia de un mercado para la comercialización del teatro hecho en Londres, Nueva York, Amsterdam, Paris- no pierde un metro de terreno, queda esa otra opción, tan melancólicamente magnífica: leer a Ben Brantley en The New York Times. A Marcos Ordoñez en El País:

http://cultura.elpais.com/cultura/2013/10/29/actualidad/1383066592_351330.html

http://www.nytimes.com/2013/11/25/theater/reviews/no-mans-land-and-waiting-for-godot-at-the-cort.html?_r=0