28 diciembre 2013

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Hace años en Cannes aún podían comprarse postales antiguas en una tienda pequeña, como quien trozos del muro de Berlín. Escritas entre 1906 y 1932, describen un mundo que ni en el peor de los sueños sus remitentes podían imaginar. No hay gran gloria en ellas, solo fragmentos de un verano, deseos de paz, de salud, de un feliz matrimonio o un pronto regreso. El mundo que habitaron murió mucho antes que ellos. Y sin embargo hoy, cuando los años mueren sin que la metáfora signifique nada más que eso, quien aún escriba postales hablará en ellas de cosas similares, como si unos pocos años de paz y prosperidad funcionaran como un seguro de vida. Como también la inmensa bibliografía sobre la segunda guerra mundial, la que describe la primera nunca es más cruel que cuando relata cómo quienes acaso llevaban las cartas o vendían los sellos se levantaron una mañana dispuestos a delatar o directamente asesinar a quienes, desde la casa de enfrente, las escribían o las recibían. Algo que aún no sabes que haces por última vez, algo que ya no volverás a ver, algo que jamás será como antes. Incluso en tiempo de guerra se ama, se escribe poesía, se compone música, se pintan cuadros, pese a todo la compasión y la generosidad se abren paso. Con suerte las sociedades salen de ellas más preparadas para no repetirlas. Inmersos en una trinchera financiera de la que tantos salen para morir de añoranza como dentro de ella de impotencia, y cuyos cadáveres son solo de otro tipo, quizá pintar, componer, escribir, amar sea lo único que nos quede mientras rezamos porque lo que entre en unos días sea solo un año. 

27 diciembre 2013

sin portal al que llegarse



Hay una pregunta que queda sin respuesta en El cojo de Irishman, de Martin McDonagh, en el Español estos días: qué fue de los padres de Billy. Y es porque las versiones sobre su desaparición –si se ahogaron para que el seguro de vida salvara a su hijo o si lo que intentaron fue matarle- se bifurcan a la misma velocidad a la que lo hace el destino de éste, atrapado también entre lo que finge –tisis- y lo que, incluso dentro de esa mentira, es tan real que ni él lo sabe hasta que es tarde. Basado en la peripecia que llevó a Robert Flaherty a rodar Hombres de Arán en las costas de esa isla irlandesa en 1934, también podría ser simultáneamente su secuela y la explicación mejor de johnypateenmike: en Flaherty las tres veces que un niño intenta sumarse a una de las expediciones pesqueras, su padre se lo impide. Que al menos hubiera una parte del pasado de Billy que no sangrara. 

22 diciembre 2013

Sin lugar donde quedarse


Hubo de ser Nikita Mikhailov quien, en Ojos negros, diera a Marcello Mastroianni la oportunidad en 1987 de experimentar plenamente –esto es, de vivir con melancolía- de dónde venían y hacía dónde iban las ensoñaciones que recreara para Fellini durante décadas. Qué más ensoñación que nombrar La dolce vita una que mostraba a un escritor atravesando amores sin pasado ni futuro, ni método claro para conservar, perder o entender ambas, y cuya urgencia casi ni presente concedía. Es ese limbo el que viene de revisitar Sorrentino. Su irrealidad es 50 años mayor, y no solo porque su protagonista también lo sea. Sino porque si en Fellini la alta burguesía jugaba a la transgresión como si niños, en Sorrentino juega a lo contrario: a fingir la normalidad del hábito, por extravagante que sea. En cierto sentido, esta es una película sobre niños fingiendo ser adultos. Y aquella era lo contrario.

Si la infancia como símbolo tenía un peso en Fellini que aquí no, es porque la mirada fugazmente ensimismada de Mastroianni sobre la niña que atiende el restaurante significaría hoy otra cosa. Y porque quién necesita niños reales, como los que trágicamente marcan el destino de Steiner, acaso el personaje más lúcido de aquella, cuando todo en la de Sorrentino respira infantilidad travestida de ropajes serios. O más bien dignos. Al menos en público. Pero donde hay niños, hay padres. Y ese es aún el eje dramático de ambos circos. Y si, acaso como metáfora del único amor que Mastroianni creía ver sin que estuviera realmente ahí –el que por su padre-, Fellini introdujo la fábula histriónica de dos niños que dicen ver a la virgen como quien juega con ella al escondite, Sorrentino implanta dos padres ofuscados por la incapacidad para madurar de sus propios vástagos, donde solo parece ofender el sentido de pertenencia, como si con ello sus hijos respectivos –el suicida, la striper- invadieran la única idea que realmente poseen.
Toni Servillo, que nació el mismo año que Fellini rodaba La dolce vita, atraviesa la magnífica La gran belleza de forma que la única paternidad que cabría pensar le afectara es la suya propia. Su dolce vita, cien veces más dolce que la de su molde –como aquel, escritor, romano, vividor, seductor, suspendido en el tiempo afectivo-, solo deja de jugar al escondite con su pasado cuando un hombre de su misma edad se le aproxima para decirle que es el esposo de la mujer que amara. Acaba de morir, no han tenido hijos, él no podía. Yo sí podía –responde Servillo antes de sumarse al llanto de su competidor, derrotados ambos.
Amarcordiana en la mezcla de suspensión temporal y puntual exhuberancia expresiva, Sorrentino honra también ese rasgo de Fellini –muchos de sus rostros parecen salidos, por extraños, de un supermercado del gesto. Y acaso su escena más hermosa sea la que más explícitamente toma prestada de aquella, en ese hombre que lleva siempre encima un maletín con las llaves de los palacios más hermosos de la ciudad, para recorrerlos de noche como quien viaja por su memoria en las horas más inofensivas. Como puesta ahí, entre bustos imperiales, para mostrar que el César de la vida social romana, que solo llora una segunda vez y es, perfectamente impostado, para mejor interpretar el debido duelo en un funeral, que rara vez deja de lucir su perfecta y lujosa libertad como si fuera un trabajo cansado, que nada le aporta o incluso le hastía, solo es el Marcello real, el de Mikhailov, en ese rellano en que el llanto por la mujer amada y no tenida compite, por primera vez, en igualdad de condiciones con el de quien, habiéndola tenido, la ha perdido como él. Rodeado de esa gran belleza que es la ruina, Servillo, como Mastroianni incapaz de retener a su padre ni un segundo que no incluya la frivolidad, nunca es más personaje felliniano que entonces: si dejara de pasear entre estatuas y seres a un paso de serlo, se convertiría en una. 

21 diciembre 2013

el exilio doble



Como un profeta de sí mismo, Charlton Heston fue dos veces el mismo personaje –su Moisés de 1956 era, solo tres años más tarde, Juda Ben Hur. Como aquel, hermanado de niño con quien después sería su rival: el hijo del faraón en Los diez mandamientos, el tribuno Masala en Ben Hur. La segunda reencarnación llegaría en 1968, como el astronauta George Taylor de El planeta de los simios y, solo cinco años más tarde, el policía Robert Thorn en Cuando el destino nos alcance. Como en la primera doble hélice, el mismo hombre solo y a la vez su opuesto: no el primer y fundacional hombre sobre la tierra, sino su reverso: el último en habitar o descubrir el mundo tal y como es. En dos de ellas –Los diez mandamientos y Cuando el destino nos alcance- también estaba Edward G. Robinson. En la primera, como un judío que asciende en la pirámide social egipcia al delatar a otro judío. En la segunda, como un hombre que desciende –del todo- de esa misma pirámide, harto de ella. Incluso esto estaba al servicio de lo que Heston iba a descubrir en cada una de sus respectivas encarnaciones: que estamos hechos de materiales sospechosos. 

20 diciembre 2013

y todos para uno


Todo en el mundo creado por Tolkien respira singularidad, también en sentido literal. No hay protagonista que tenga reemplazo, copia. Sus héroes lo son tanto por sus peripecias como por la soledad que arrastran. Un anillo único, un portador que más se aísla cuanto más lo lleva. Un señor oscuro. Un mago blanco, uno gris, uno marrón. Nunca un segundo del mismo color. Un rey en la sombra. Un dragón. Un único superviviente de los cambiapieles. La montaña que encierra la historia en El hobbit es la montaña solitaria. Y de tanta excepcionalidad, de tanta idea que empieza y acaba en sí misma, hay ya seis películas. Y aún queda el material que el hijo de Tolkien desarrolló a partir de bosquejos dejados por su padre. Algún día saldrá Lobezno en una de ellas. 

19 diciembre 2013

apurar el cáliz


Con la naturalidad con la que el austríaco Cristopher Waltz ha enraizado en el cine de Tarantino, el alemán Michael Fassbender aparece estos días junto a Brad Pitt simultáneamente en El consejero (Scott) y 12 años de esclavitud (Mc Queen). Aunque la simbiosis más clara que viaja de esta última a la primera sea la que muestra su paisaje recreado en el XIX, y en las carreteras de Georgia y Lousiana hoy día, sus árboles tomados por el musgo español como si una telaraña verde quisiera enviarles al pasado. La historia que cuenta El consejero transcurre en el México de nuestros días, pero la mezcla mortal de azar e indiferencia, de horror y cotidianeidad que cuenta la peripecia de un hombre libre convertido en esclavo hace 170 años es la misma que el guión de Mc Carthy arroja sobre el abogado que ve su vida precipitarse al infierno por una suma de casualidades sin vuelta atrás.
Henchidas ambas de horror inimaginable, su capa mejor –la bondad del esclavista digno en una, la que pudiera emanar del discurso profundamente sabio del criminal peor en otra- solo sirven para conformar ambas virtudes –en realidad la misma: la sospecha de la verdad que se niegan a sí mismos- como un lujo mutuo del que se dispone pero que no se emplea. Si la esclavitud fue una forma de nazismo arraigado en el corazón del llamado país de las libertades siglo y medio antes de que hitler le diera su forma definitiva, el poder que el narcotráfico atesora hoy día –y que en la película da para que, junto a los cargamentos ocultos de droga, viaje un cadáver de un lado a otro del país solo por el humor de hacerlo- es también uno que hace de las personas, mercancía de mucho menos valor que la que viaja empaquetada. Lo que se supera en un siglo se reencarna en otro con otra forma, los campos de algodón se convierten en bidones atiborrados de cocaína, los barracones en que se hacinaban los esclavos negros se desplazan hacia abajo, en las tumbas que ocultan las víctimas de una esclavitud solo distinta en sus muertos –una que no les condena a encadenar su vida a su libertad, sino a la cercanía en que la riqueza es cosechada.
Como la peripecia de Solomon Northup en la Louisiana de 1842, que ni habiéndose probado la culpabilidad de sus captores, supuso pena alguna para ellos, la impunidad que atraviesa la historia cruzada de culpables, inocentes, medioresponsables y mediosalvables que cuenta El consejero es una que no distingue víctimas porque renuncia a considerarlas dotadas de derechos. De los cientos de miles de esclavos que pasaron sus vidas como objetos a los que se interponen entre las balas actuales como quien pasa entre conversaciones, el miedo y la barbarie empiezan en la desaparición de la propia voz. Northup es advertido de que simule no saber leer ni escribir. El consejero nunca siente más pánico que cuando se queda sin alguien a quien poder explicar su inocencia. Obligados a callar el lenguaje de las personas, los esclavos estadounidenses de raza negra cantaban a dios para que alguien les escuchara sin enviarles más castigos. Antes del reencuentro final con su familia, la liberación que más explícita, rabiosamente, invade el rostro del esclavo no es la que le sube al carruaje que le saca de los campos, sino la que le muestra cantando en un funeral que podría ser perfectamente mexicano, siglo y medio después. 

18 diciembre 2013

lawrence o´toole



El primer rostro que ves encarnar al personaje de una ópera suele ser el que se apropia del carácter desde entonces. Si hay suerte elegirás bien la versión. Si no, el personaje cargará con facciones inmerecidas hasta que logres un sustituto digno. En teatro es igual, aunque la frecuencia con que las obras se repiten en, digamos, una década permite sobrevivir fácilmente a cualquier error de casting. En cine, salvo rarísimas oportunidades, solo tienes una oportunidad. Y aunque la lista de rostros dueños inefables del personaje que encarnaran es amplia, lo es más aún la de quienes, sin quedar mal dentro de él, serían intercambiables sin que la historia sufriera. Peter o´toole, que devastó su rostro con los años hasta ser irreconocible, quizá lo hizo al entender que sus facciones habían dejado de ser suyas mucho antes, cuando Lawrence de Arabia abandonó para siempre los rasgos de T.S. Lawrence para adquirir los suyos.
El año pasado, Michael Fassbender –él mismo un dueño automático de cuantos personajes aborda- interpretaba a un androide en Prometheus. En su peculiar aproximación a la conducta humana, su personaje escoge como modelo la indiferencia al dolor de Lawrence de Arabia. Solo que en esa escena aún no lo es. Con todo su fulgor intacto, a quien imita como si cada gesto fuera una instrucción, es a o´toole. En un mundo donde tantos van al cine hoy día a ver historias de robots, ver a uno admirando Lawrence de Arabia es un acto de inusual justicia. 

17 diciembre 2013

graduación moral


De las dos etiquetas del vodka Stolichnaya que uno conoce, una muestra cuatro monedas agrupadas a la derecha, dos arriba y dos abajo; y la otra, las cuatro ordenadas de izquierda a derecha. Es ésta última la que bebe sin cesar la protagonista encarnada por Cate Blanchett en Blue Jasmine. Contando la historia de una mujer que escoge mirar hacia otro lado mientras el dinero inunda su vida de placidez, acaso hubiera hecho una buena escena el verla mirar ambas etiquetas como símbolo de lo que hoy se amontona y mañana rueda por el suelo hasta desaparecer. 

16 diciembre 2013

y esa explicación que os debo


Mi tía N. -85 años- Deja un mensaje en el contestador de D. Que me han visto muy drogado. D. escribe en el acto. Llamo a mi tía. Emplea 10 minutos en jurar que no va a decirme quién se lo ha dicho. Entonces lo entiendo. Yo. No ella. Lo que ha dejado en el contestador es que me han visto muy delgado. Sugiere que D. se lave los oídos. Entonces lo dice: cuando llama se quita la dentadura. Lo que no dice: que estar delgado en una familia donde todos tienen sobrepeso es probablemente peor que estar drogado.
 

12 diciembre 2013

multiplicación de los panes


M. cumple 52 años enamorada del mismo hombre casado. Solo parece Blanche Du Bois cuando habla del albañil polaco gigantesco que apareciera en su casa tres horas después de lo previsto, borracho, acariciándola el pelo al despedirse. La obra de Stanley Kowalski, que Tennesse Williams no escribió: la de quien llega tarde y al que sin embargo dejan entrar sin que se sepa cómo o porqué. 

11 diciembre 2013

03 diciembre 2013

subtitular en polaco


Hay que tener coraje para desdeñar el cartel de Saul Bass. Y más para hacer algo que no quede muy por debajo. 

02 diciembre 2013

utilidad de la bañera


Quizá para compensar la decepción que surge, entre la bruma, al entrar en un Hamman y ver que sobre la enorme piedra circular solo hay hombres apenas cubiertos con la misma toalla que tú, la espera del neófito recompensa con un tiempo detenido en el que solo puedes mirar hacia el magnífico techo abovedado, y allí, sin tener forma de saber cuánto tiempo llevas tumbado, fabular sobre cuán ganaría la experiencia con un ligero cambio de personal. O esa otra visión, hace unos días, en la piscina, en la que dos hombres, el agua a medio pecho, departían como tribunos romanos mientras el resto nos afanábamos en ir y venir como si el harén nos sacara siempre los mismos metros de ventaja. Te tumbas en la bañera como si estuvieras en ambos a la vez. 

01 diciembre 2013

tigres blancos


Empezar las revistas por el final halla su recompensa al ver al final de The New Yorker el anuncio que anticipa el reestreno en Broadway de Cabaret mucho antes de que la página 10 traiga noticia del estreno, unos meses antes, de la adaptación musical de Rocky. A tiger is a tiger, not a lamb –cantaba Liza Minelli en 1972, cuatro años antes de que Sylvester Stallone hallara el molde exitoso de sí mismo, y diez antes de que The eye of the tiger saltara de la banda sonora de Rocky III a las discotecas de todo el mundo. Es Michelle Williams quien heredará lo que la fallecida Natasha Richardson cantara en este mismo montaje, coreografiado por Rob Marshall y dirigido por Sam Mendes, al ser estrenado en 1998. El tigre Sally Bowles resulta, así, uno blanco, que viene de ser esa otra cantante improbable, Marilyn Monroe. Para quien aún no esté enamorado de ella, una segunda oportunidad. Por ejemplo, al escucharla cantando Perfectly Marvelous. Como si delante de un espejo.