18 mayo 2012

las seis posiciones

Cuanto más obvio el músculo necesario para practicar deporte, más fácil es pasar por alto que ganar o perder se reduce a la toma adecuada de decisiones, y que, no pocas veces, más fuerza bruta solo sirve para cometer errores más deprisa o con más vigor. No hay fórmula para evaluar el valor de esa proporción en el éxito o fracaso de un equipo, pero sí un experimento útil: se llama nombrar director de operaciones –responsable final de la composición de la plantilla- a un jugador ya retirado. Desgraciadamente para Isiah Thomas, Kevin McHale o Michael Jordan, las estadísticas como responsables de los New York Knicks, los Minnesota Timberwolves, los Washington Wizards o los Charlotte Bobcats cuentan una historia igual de explícita que cuando jugaban. Afortunadamente para los Phoenix Suns o los Indiana Pacers, Steve Kerr o Larry Bird no han envejecido aunque no quepan ya en la ropa que les encumbrara.
Bird viene de ser nombrado ejecutivo del año en la NBA, lo cual poco significa hasta que se considera que alguien con su mismo nombre fue en su día primero el mejor jugador durante tres años consecutivos en los Celtics y, años después, el mejor entrenador en los Pacers. Es sencillamente un prodigio irrepetible del manejo de decisiones tan distintas como haber sido logradas con el balón en las manos, con doce jugadores a tus órdenes, y finalmente con una lista de cientos de jugadores posibles con los que confeccionar un equipo. La ampliación de responsabilidades vuelve el logro aún más complicado, dado el número creciente de imponderables que escapan al control. Y ni siquiera las pistas que dejara Bird en sus tiempos de corto lo explican –jugando al lado de McHale y Parish, sus rebotes fueron siempre superiores; jugando al lado de Ainge y Johnson, sus asistencias también lo fueron.
Pero de alguna forma sus logros como jugador adquieren así un brillo nuevo, de hecho solo al alcance de Jerry West. Uno que tiene que ver con construir el equipo adecuado, ya te lo encuentres en el vestuario el día que entras en él por vez primera a ponerte la camiseta, ya te toque diseñarlo desde los despachos. Como Johnson, Bird solo dobló la rodilla cuando su equipo lo hizo. Jordan les sucedió a ambos, pero lo hizo como un canibal, alguien que en todo momento salía a ganar con sus compañeros o a pesar de ellos, de quien, dentro o fuera de la cancha, no se postrara ante él. Pero incluso alguien bendecido con todos los poderes imaginables no ganó nada hasta que alguien con un talento menos infinito, por no decir sospechoso –Jerry Krause- hizo el único movimiento que Jordan aún se ha demostrado incapaz de hacer, una vez retirado: tomó las decisiones adecuadas al obtener el mismo año a Grant y Pippen. Krause fue Jordan al menos por un minuto. Jordan lleva siendo Krause desde que se retiró.
Es una forma transparente de entender el alcance de lo logrado por Bird: lo ha seguido siendo en sus sucesivas encarnaciones, es decir, cuanto más se alejaba del balón, de aquello por lo que se le considerara un genio. Dejar atrás un cambio de piel tras otro sin que la nueva deje ver el cambio es meramente complicado hasta que se considera la presión que rodea la competición en la NBA, y directamente asombroso si se le suma el peso que su nombre carga sobre todo lo que Bird haga dentro de un pabellón de baloncesto. Se entendería mejor si junto a las camisetas que cuelgan de los techos del Boston Garden, junto a las de Russell, Cousy o Bobby Jones, colgara también la americana de Red Auerbach; o junto a las de Jabbar, Mikan, Johnson, lo hicieran las de Jerry West o Pat Riley. Porque entonces uno podría elevar la vista y contemplar, repartidos en dos pabellones distintos, tres uniformes diferentes con un mismo apellido en cada una de ellas. Y si uno imaginara entonces que, dado que los pabellones albergan a veces deportes distintos, ese apellido reconoce tres trabajos completamente distintos, entonces, improbablemente, estaría en lo cierto.

17 mayo 2012

fuga de sentido

Convertida la política, vía declaraciones absurdas y diarias, en palíndromo, donde basta oír una cosa para saber que la verdad es su opuesto exacto, sabe uno, al leer en este instante que el gobierno y bankia niegan la fuga masiva de depósitos, que eso es justo lo que está ocurriendo. Y es lógico. Tanto si es el miedo lo que mueve a hacerlo, como si lo que se busca es castigar la ineptitud en la gestión. Es también la bala errática disparada desde lo que la política ha logrado en la sociedad: conseguido que la gente vote por espasmo, sin entender más que un eslogan, una corbata bien puesta, un prejuicio adecuadamente servido, la reacción es la misma. La desinformación se basta. Incluso sus plazos se parecen: como es hábito en política, en cuatro años bastará el marketing adecuado para rebautizar la estafa y hacerla, de nuevo, confiable. 

la fuente escasa

Uno de los problemas de según qué muertes es el gobierno que les sobrevive. La contradicción insuperable entre la inteligencia y lo que es necesario hacer o decir para aspirar al puesto tiene ejemplos obvios por doquier de cómo lo segundo solo se da si se renuncia a lo primero. Y sin embargo hay prodigios: Vaclav Havel presidió la república Checa durante trece años, Winston Churchill obtuvo el Nobel de literatura, Vargas Llosa fue derrotado en el intento ante Fujimori antes de que a éste le derrotaran los jueces, la cabeza de Azaña era cuanto podían pedir los sublevados, incapaces de albergar lo que contenía. Carlos Fuentes era de esa rara estirpe. El vacío que deja en los anaqueles es poco, poquísimo, comparado con el que hubiera llenado de presidir el país en que le tocó nacer. 

16 mayo 2012

dramaturgos de obra ajena




Qué más normal en un Festival de otoño que tiene lugar en mayo que ver un montaje de Robert Lepage el miércoles, uno de Peter Brook el jueves, uno de Simon McBurney el domingo. Frondoso, tupido, hecho de ramas que aparecen y se desvanecen el primero; despejado, luminoso, grácil el segundo; apabullante, operístico, ambicioso hasta lo temerario el tercero. Es lo mejor del festival –se escucha a una mujer a la salida de la primera de las 24 obras –The suit- que aún no ha podido ver. Y quizá lo que está diciendo, adoración o fidelidad aparte, es que Brook, como Lepage, McBurney o Robert Wilson son formatos tan esencialmente reconocibles de un festival de teatro contemporáneo como un molde que se proyecta hacia atrás: Eurípides hubiera amado a Robert Lepage, Beckett habría escrito para Peter Brook, Wilson habría llamado… a Wilson.
Playing cards 1: spades; The suit; The Master and Margarita. Cada camino tiene su logro, y confluyen en que la creación reconocible de un estilo pudiera ser, en su respectiva destilación, una cualidad dramatúrgica como lo sea el pentámetro yámbico en el teatro isabelino o el rol del coro en el teatro clásico griego. Aunque la obra de Brook –sumados ensayos y memorias- casi iguala en extensión a la conservada de Sófocles, el logro de los tres es ser directores de escena y aún así operar sobre el texto como lo hace un dramaturgo: no versionando, sino reescribiendo. Y que el autor sea el personaje no es una idea infrecuente: si la peripecia de Bulgákov es explícitamente la del Maestro en su novela, si uno pestañea, a quien ve dentro del personaje principal de The suit es al propio Brook.
En ella se cuenta el descubrimiento por un hombre de la infidelidad de su mujer. Y lo que aquel escoge entonces como castigo es, en su creatividad, puro acto de dramaturgo: no alejar o destruir la prueba del delito, sino obligar a su mujer a sentar al traje a la mesa cada día, a darle de comer, a bailar con él. El propio traje como encarnación del hombre que no está es puro Brook: símbolo que se construye por ausencia, por reducción de elementos que están sin estar, como en su Gran inquisidor, disertado por Bruce Myers hace cuatro años a un testigo mudo.
Convertir en fábula cuanto toca –sea una versión de La flauta mágica con cuatro cantantes y un piano, o esta historia de oscuro rencor marital en un cuento musicado- tiene que ver en Brook con revelar la esencia, el hueso, tanto como, en Lepage, con viajar de un trozo del cuerpo a otro donde a veces se arrastran gestos musculares de uno a otro, o se olvidan durante una hora hasta que asoman de nuevo. Si se podría crear un montaje con lo que Brook deja fuera, Lepage es minucioso en los encuadres de una historia, como si la multiplicidad de ángulos –en Playing cards, literalmente- sirviera para contar lo que una situación, un personaje, una localización puede ayudar a contar de otra.
Mientras Brook exige una atención más lúdica, más relajada, Lepage plantea el acceso a nuestra inteligencia como una operación militar compleja. Si uno reduce el armamento a la expresión hablada o cantada, el otro aglutina cuanto arsenal técnico y expresivo pueda caber al servicio de Stravinsky o de una creación coral. Más obvio en Brook, si merecen la cualidad de dramaturgos, es porque, por encima de exhuberancia o reducción, ambos sirven al gran silencio a que aspiran Sófocles, Shakespeare, Calderón, Chejov, Ibsen, Beckett o Bernhardt. Que no es otra cosa que renunciar a explicar si el destino de Edipo pudiera tener que ver con la osadía de derrotar a la Esfinge; cuánto del encuentro con el espectro del padre acaso sea solo delirio de Hamlet; o si es Nora la que realmente se cansara de tener un juguete por marido.
Solo podemos intuir la calidad precisa del sufrimiento de Philemon en The suit. ¿Es su orgullo o su amor afrontado lo que castiga a su mujer?. ¿Qué mueve al ludópata, recién saldadas sus deudas al final de Playing cards, a donar su fortuna nueva a una oscura limpiadora del hotel?, ¿qué sueñan en realidad las vidas alucinadas de la pareja embarazada cuando se abandonan a la aparición de un chamán que viene a cambiarles para siempre?. Dado lo asombroso del empeño de adaptar la novela de Bulgákov -El maestro y Margarita- McBurney dudosamente podría añadir una pregunta más incluso si quisiera. Pero las de aquel resuenan con más fuerza, dada la minimización de las explicaciones: si en el paralelismo perfecto del cristianismo y el estalinismo Pilatos tiene a Stalin, Jesús al Maestro y Judas al amigo que traiciona al escritor para quedarse con su casa, ¿es Margarita María Magdalena?, ¿tiene su paralelismo también el afecto que Pilatos siente hacia el crucificado?, ¿quién es el trasunto del verdadero culpable  -el sumo sacerdote Caifás- en la rusia descrita por Bulgákov?, ¿quién es, pues, el Pilatos ruso?
Como McBurney, si Brook habla del individuo, Lepage lo hace de la sociedad. Pero sus personajes bien podrían venir de la obra del otro. Para afrontar la cualidad aislada del dolor si vienen de Lepage; si desde Brook para colapsar una vez insertos en el engranaje múltiple y simultaneo que abruma los sentidos en los montajes del canadiense. Es centro contra periferia, espejos contra el eco que parece venir de todas partes, pero no tan distinto misterio. Aunque en McBurney sea el de la ferocidad del sistema y los sacrificios del amor, de la compasión, de la creación literaria; en Brook de la hiel bebida como horchata; y en Lepage, de una visión nublada del mundo que no impide pasar por él con miedo, rabia y deseo.
Es imposible –aquí o en Nueva York- ver tres óperas sobresalientes en tres días; leer tres libros tan distintos, tan magníficos en los mismos tres días, improbablemente hallar en cines de estreno tres obras maestras que ver en tres días consecutivos. En Madrid es posible, y casi sin salir del mismo teatro. 

12 mayo 2012

adivina quién no viene esta noche

El logro último de Miguel del Arco, erigido en su ascenso sobre sendas reformulaciones de Luigi Pirandello y Máxim Gorki, podría ser, coherentemente, la multitud de realidades adaptadas que pueden verse en su El inspector, estos días en el Valle Inclán. A saber: 1. del texto de Nikolai Gógol; 2. de lo que un periódico pueda llevar contando recientemente del expolio de la hacienda pública, perpetrado con luz y taquígrafos en nuestro país; 3. finalmente, de lo que Eduardo de Filippo pusiera en su Arte de la comedia, superlativamente montado en La Abadía hace dos años. Las dos primeras –la descripción de un alcalde corrupto atemorizado por la visita de un inspector y lo que cualquiera puede leer hoy día en un periódico- funcionan como una caricatura y su modelo puestos a convivir. Engranan con triste naturalidad, aunque la versión pierda distancia irónica y gane en vodevil. Acaso con más filo contaría sus puñales si el trazo de tanto arribista no fuera tan obvio que corre el peligro de verse como una parodia de un vicio –el robo de lo público- en vez de su retrato servido con reducción de hiel.
Sin un solo observador dentro de la obra que sospeche o advierta la farsa, el montaje se ve como la versión guasona y afiebrada de El guateque, de Edwards, contada desde la página de política nacional. O, por su mezcla de fatalismo y denuncia, como un esperpento. Y tanto, que su vehículo principal, el alcalde, viene de tener la misma cara de Gonzalo de Castro en Luces de Bohemia. Sin un solo instante apenas en que un personaje se quede a solas para rumiar su desvarío o su contribución a la mentira general, sus mejores momentos suceden cuando el alcalde amaga con insistir su honestidad imposible delante de sus colaboradores. También es justo, en ese asomo de aspirar a ser quien de ninguna manera puede ser, cuando más nítidamente asoma aquel gobernador que di Filippo pusiera a sospechar de cuanto ciudadano entra a su recién ganado despacho, en la duda literal de si no serán acaso actores tratando de burlarse de él.
La incredulidad como sustituto de la autoridad no solo es un artefacto teatral más rico y con más matices que la mera farsa sobre la corrupción generalizada, también lo es por emplear el núcleo real del problema de la política como expolio: la desaparición del bien común. Si el gobernador que acaba de llegar a su puesto en un pueblo de la Italia de los años 30 no distingue lo que le es explicado como problemas nítidos, con caras y causas concretas y comprobables, el cinismo de este alcalde ruso en 1836, y español hasta la médula en 2012, da para dar varias vueltas a la población que regenta, como si el objetivo fuera, no ignorar las consecuencias del robo, sino entenderlo con criterios de Libro Guiness de los records. Es una caricatura que superpone trazos en vez de retraerlos. Por eso su transparencia cansa por repetitiva. Y por eso los números corales en que, como un grupo de coristas brechtianos, la troupe canta al amor del neoliberalismo por el interés general, en vez de funcionar como despertadores de la metáfora, se ven como una repetición de los mejores momentos de lo que llevan dos horas contándote.
Aunque legítimo, aunque necesario, la única consecuencia desdichada de insertar la denuncia actualizada dentro de una obra es que acabes eligiendo entre denuncia y obra. El inspector trata del combate entre un político adulador que trata de corromper a quien cree un funcionario enviado a juzgarle, y el teatro que éste acepta componer para no perder lo que las prebendas del engaño. Si di Filippo diseñó mejor su balanza es porque puso literalmente a la política, encarnada en el gobernador, a sospechar del teatro, representado en el empresario Oreste Campese. Cuando éste, animado por el político, se anima a fabular políticas culturales, aquel reacciona como quien ve invadido su espacio, sus funciones y privilegios. Originado en lo que el teatro viene a pedir a la política, ésta reacciona ante lo que el teatro dice de ella. Extrañamente, si el mecanismo dramático fluye mejor en El arte de la Comedia, el logro superior de El inspector sucede… en el patio de butacas. Habla del teatro como agitador social, como despertador moral. También de ese vector valiosísimo del teatro público: que el gobierno que patrocina desmantelamientos sociales y protege a su casta como un capo a su clan… patrocine al mismo tiempo la exhibición explícita de lo que niega en los periódicos. 

10 mayo 2012

reunirse con los cubiertos

La cena anual de los corresponsales, que reúne en Washington a quienes cubren la información sobre la Casa Blanca y a quienes son cubiertos –periodistas y presidente de Estados Unidos respectivamente- es una idea audaz dada la chanza que unos y otros vierten sobre su respectiva profesión, pero no lo es menos que aceptar como broma solo parcial la visión del partido republicano sobre casi cualquier tema. Sin embargo ambos prodigios se han sentado a la misma mesa durante años, y asombra recordar la libertad de george bush jr. para reírse de sus obvias carencias durante un día al año y gobernar el resto como si, reconocidas por él, bastara al resto de la población para pasarlas por alto. No se llega a presidente de un país sin entender que el sapo y la culebra son parte del menú que viene con el cargo. Como tampoco se gestiona una cadena de televisión, de radio o un periódico sin exhibir, en tantos casos, tu condición de sapo. Es esa convivencia lo asombroso. Que unos y otros mastiquen, por unas horas, otra cosa. La bilis que emana la Fox y su descerebrado apoyo a cuanto de insensato tenga la política ha de ser solo el esfuerzo del estómago por volver a la dieta habitual.  

el punto cero

En el reportaje de Guillermo Abril en el suplemento de El País 29.4, la extraña metáfora de que el litio como alternativa al petróleo surja en desiertos de una salinidad extrema, donde la vida no es posible. Como si el mundo que creara el petróleo exigiera partir del punto exacto en que éste se agota. 

James, Taylor y el resto

También el poder de lo que amas se muestra con solo mirar a quienes te rodean en el acto de hacerlo. Y aún siendo James Taylor a quien uno no deja de mirar mientras canta, también la proximidad de los extraños que se apiñan en torno a ti cuenta esa emoción, aunque improbablemente te hermane con adolescentes, matrimonios de setenta años, veinteañeras, y todo un abanico posible de edades conmovidas. Si hay algo asombroso en que quizá algunas canciones sean todo lo que uno tiene en común con otra persona es que ese nexo excave tan hondo en cada uno de lo seres distintos. Y que ese vínculo sean tan poderoso como para sentir que sí, que uno podría acabar siendo este hombre de sesenta años o aquel de setenta. También porque dignifica la comunión fugaz que hace salir a hordas taradas a recorrer las calles de la ciudad como si las estuvieran tomando militarmente tras un partido de fútbol. Cuantos de los infiernos personales a los que Taylor ha sobrevivido no serán, desde ese lado del concierto, el mismo reverso: el estribillo sabido, imitado, de los que se apiñan frente a él. 


para B., a quien Taylor y el resto hemos venido a ver

08 mayo 2012

el jarrón chino

Dos prodigios confluyen en El País de los sábados: 1: la publicación del suplemento cultural cuyos temas y tratamiento uno imagina se imprimen para un lector distinto del que los lunes se empapa las quince páginas de fútbol que puede llegar a servir su diario, o la de toros. Y 2, tan asombroso o más: el suplemento de moda que acompaña sí o sí el periódico. Hay que leer a Roger Salas escribir sobre danza o a Marcos Ordoñez sobre teatro, ambos en el pasquín cultural, y luego tratar de averiguar cómo los dos suplementos no se destruyen mutuamente, tal materia y antimateria. Así como ha de haber quien no se llevara las páginas de política nacional si las vendieran aparte, uno nunca sabe si aceptar o no el suplemento de moda cuando me lo dan. Hojearlo es ya complicado en esa virtud de las revistas de tendencias que es… la dificultad de distinguir qué es un anuncio y qué un reportaje. Como dos suplementos más, esas dos preguntas, finalmente: Qué opinión tiene de mí el periódico que leo. Qué piensan sus responsables que hace el que termina de leer Babelia y sostiene entonces el catálogo de muebles y perfumes como si él mismo fuera también uno.

02 mayo 2012

Max premios

Vienen de otorgarse los premios Max de teatro. Ninguno de ellos premia el cartel más conseguido o más hondo o solo mejor diseñado. Quizá porque se lo llevaría siempre Isidro Ferrer, como cada uno de las temporadas que lleva haciendo los carteles del CDN. Y sin embargo, solo un menos mediocre uso de las tipografías separa el de Elling, creado por Sergio Parra, de aspirar a ser ese cartel premiado. Esa mano en el hombro de Carmelo Gómez. 

01 mayo 2012

está pasando

nacho, siendo devorado por el trastero, en directo

dedos llenos de manos

Solo por la rareza que es disentir de David Trueba merece la pena acotar algo acerca de lo que escribe en El País 30.4 sobre la forma en que Marc Fumaroli escribiera cómo el estado –francés, cabe pensar-, al tutelar la cultura, “llenaba las ciudades y provincias de enormes contenedores y lujosas puestas en escena, comisariados artísticos y festivales, pero se podían contar con los dedos de una mano los nuevos dramaturgos, los compositores del día y los artistas contemporáneos. Ese modelo escaparatista ayudó a sostener una retórica cultural en media Europa, que llegada la crisis se vacía de contenido sencillamente porque se vacía de fondos. En la otra media, regida por el desapego y el dejar hacer al mercado, la situación no es mejor”. Aún con lo escaso que da de sí semejante resumen, España vendría de lo primero y se dirige, tambaleante, a lo segundo. Pero, con todo lo que hayamos podido dejarnos en el camino, la retórica escaparatista no está entre los despojos. Un teatro no es un aeropuerto, y el impago a las compañías que pasan por una capital de provincia no es igual que una ensoñación de especulación que llega henchida de dinero y despega para ir a por más. Enorme o no, la inversión en infraestructura cultural –sean auditorios, revistas temáticas, festivales de cine, concursos literarios o compañías de teatro local- es la única forma de deuda adecuada que dejará esta crisis cuando haya pasado. Deuda hacia tanta posibilidad alentada que, con suerte, correremos a llenar cuando el estado pueda, de nuevo, combatir el desapego con que el mercado observa la cultura como un pasillo estrecho entre el espectador y la taquilla. Mientras la vastedad, tan inabarcable como reductora, de Internet se apropia de la definición que un día Fumaroli creará para la forma francesa de subvencionar la cultura nacional, entre nosotros la puesta en escena cultural en tiempos de crisis hará lo único que está en su mano -reducirá el formato para mantener las ideas. Justo lo contrario que este gobierno.