31 marzo 2011

agotamiento de un viajante


La historia de La avería, de Friedrich Durrenmatt, es la de un comercial de tejidos a merced de un motor averiado que cae en manos de unos mecánicos… de hombres. Los anfitriones son un juez, un fiscal, un abogado defensor, un verdugo. Ancianos ya, reunidos para cenar y practicar un juego que consiste en recrear juicios pasados, en poder alterar el resultado, acaso en condenar a quien se salvara, o salvar a quien cayera. Todos retirados, todos dotados de un vigor que no les corresponde. El hombre que llega a la mansión acepta jugar a un juego al que no puede perder –no tiene nada que pueda ser juzgado, acusado, defendido, condenado. Es, como quienes le invitan a jugar, una máscara de algo peor que aflorará avanzada la noche.
Su frustración, la constancia de un esfuerzo al que nadie ha regalado nada, azuzará, alcohol mediante, el hambre de quienes juegan a condenarle por algo que no pudiera pesarle menos dentro, en la oscuridad, de lo que, por fuera, parece pesarle vivir librado de lo que hizo. O no. Porque el viajante de comercio ocupó la cama de su jefe antes de ocupar su puesto, a la muerte de éste. Su infarto le pone a salvo de la ley, pero no de la metáfora última de Durrenmatt –donde, si los cuatro elementos de la justicia conviven para alimentarse de lo mismo, para embriagarse en lo mismo, para escoger el mismo objetivo, la acusación y la defensa lograrán hacer al acusado simultáneamente culpable e inocente, al despertar en su interior el mismo cuadro que haya fuera –dentro de su pecho el que acusa, el que se defiende, el que lo juzga todo, el que ejecuta la sentencia.
No por mejores pruebas ganará el fiscal, sino porque suya es la mejor veta de cuantas pasan en torno al infeliz, al embriagado Traps –que la presunción masculina sea un delito, que al revelar en una confidencia de bar y testosterona lo que acaso acelerara el infarto de su jefe, estará creando un cómplice que no sabe que lo es. Ni siquiera se quiso de cómplice de sí mismo –le dirá, ya al final, cuando Durrenmatt se ha cuidado de que el único lazo que sienta el viajante sea el que le une a Pilet, el antiguo verdugo.
Traps hubiera querido muerto a aquel jefe que tan escasas virtudes tuviera para ocupar el puesto, pero eso no le convierte en asesino, como desear la vida no te convierte en padre. El juego al que juega Traps a diario –no poder parar, no poder permitirse descansar, vivir una vida averiada- es una prueba contra sí mismo, que acaso soporta porque muchos viajan con motores rotos, pero andan. No es la condena lo que le destruye, sino el juicio, uno más, que, como el resto, no cree merecer a todas horas, para el que ya no tiene fuerzas.

26 marzo 2011

De dioses y cisnes


A los quince años exactos del asesinato de los siete monjes cistercienses que recoge la película de Xavier Beauvois De dioses y hombres, como una segunda sombra exacta coincide en cines con Cisne Negro, de Darren Aronosky. En común, la epifanía que, al son del mismo cuarto acto de El lago de los cisnes, en la primera película conduce a la negrura a los mártires, y en la segunda, termina por enloquecer al pájaro presionado, tan cisne blanco desahuciado como fueran aquellos en un pueblo de la Argelia sangrante de finales de los noventa. Lo que cuenta Beauvois es el pulido del amor hasta hacer de él algo que no poco constituye un arte, pero más se encuentran en esa propiedad magnífica de la voluntad humana que es venir de la impotencia, la violencia, la fuerza que te atemoriza y te vacía, y destilarlo en un molde que rezuma belleza, armonía, equilibrio. En un escenario o un monasterio amenazado, a veces el sacrificio está en ser peor, y a veces está en ser tan mejor que no puedes lograrlo sin dejar de ser. En ambos casos, el proceso ha de exigir una letanía a la que no sea ajeno inventar una presencia invisible que está aquí para retarte, alentarte, para luchar por ti o contra ti. Si eso necesita o provoca lo extraordinario es porque una definición posible del milagro también es que lo que ganes en una batalla solo lo veas tú, mientras que lo pierdes lo vean todos menos tú. Como también cuenta el ballet de Tchaikovsky, al nombre de un dios –llámesele perfección coreográfica o dilución en el amor- pudiera llegarse por la imposibilidad de ser su bondad en ese prohibido cisne solo blanco, o por la renuncia a lo que de hombre te fuera dado –el sentido de alerta, la capacidad de protegerte, la conciencia de la propia fragilidad. La lucha de una bailarina por superar su humanidad es, transfigurada en un intercambio de hondura inextricable, también la de los monjes por renunciar a ella.

23 marzo 2011

Zinc


También los años transcurridos entre Un tranvía llamado deseo (1947) y Gata sobre tejado de zinc caliente (1955) son un tren que, además de transportar a Tennesse Williams, podría haber llevado a Stella Du Bois, tras abandonar a Stanley Kowalski, a esa mansión de los Pollitt, acaso tan similar a la casa familiar Belle Reeve, que su hermana Blanche perdiera a base de cambiar sus paredes por ataúdes para los miembros familiares que iban falleciendo sin muerte que poder pagarse. Stella es la mujer que subiría al tren en Nueva Orleans en 1947, y Maggie, la que descendería de él en Mississippi, ocho años más tarde, para encontrarse casada con Brick Pollitt, la antítesis de aquel Kowalski brutal hasta lo incendiario. Su parálisis ante la indiferencia de su marido nuevo sería, así, una impotencia doble –la que huyera de la agresividad descontrolada del obrero polaco, que renegaba de su origen cuanto más alcohol tuviera dentro para darle la razón, a la que hallara, en Brick, hecha del mismo alcoholismo y similar negación de la realidad, donde poco importara ya que en este caso el tabú fuera una homosexualidad reprimida.
La hermana que vencer en Nueva Orleans es en Mississippi hermano, y aquella Blanche es este Gooper, hermano de Brick aunque más rival de ella que de él. Y de hecho, el espectro de una relación homosexual que en La gata… mantiene arrasado a Brick, es el mismo que, cuando Maggie era Stella, amargara para los restos a su hermana Blanche en Un tranvía... encarnado en su fugaz esposo. El mismo pecado, la misma muerte para el que se fuera, la misma locura para los que se quedaran. El hijo que Stella esperara de Kowalski no es menos fantasmal que el que Maggie se inventa a última hora para que Brick conserve el control de los campos de algodón de su padre. También su orfandad es similar, allí a merced de la brutalidad de propietario de su marido, aquí multiplicada en el desprecio y la sed insatisfecha con que su marido la contempla, y también en la sospecha turbia, malévola de ignorancia trabajada, con que su suegra la recrimina su infertilidad, y que es un espejo de la que vuelca hacia su consorte, enfermo terminal de cáncer al que escoge escrupulosamente mentir y perdonar la sarta de desprecio con que aquel, creyéndose a salvo de la enfermedad, la inunda.
Similar a la fragilidad ilusa, tan perseveradamente volcada en el espejo, con que Stella y Blanche du Bois se creyeran tan a salvo la una de la otra, siendo en realidad la misma huida (en Blanche de una pulsión prohibida, en Stella de un apellido y un lugar social), Brick y su padre comparten -y acaso su impensable lazo viene de ahí- una unión de hierro que naciera de un sentimiento que ambos callan mientras pueden, y que no es la orientación sexual o el cáncer que corroe a ambos, respectivamente, sino el desprecio con que ambos viven su matrimonio. Las razones por las que Brick ignora a su mujer son distintas de las que su padre carga, violenta, asqueadamente, contra su madre, pero se convertirán en la misma en el perdón final –Brick a Maggie, porque acaso ese hijo que espera sea la prueba de lo que finalmente él sea, aunque no quiera; y su padre a su madre, porque el diagnóstico que asomará, ya sin mentiras, es el de su muerte cercana, y eso vuelve inservible lo que tuviera contra la persona con la que ha pasado su vida entera.
El patetismo de Blanche du Bois muere con ella, o acaso aguanta, latente, hasta el momento en que, una década después, su hermana Stella, reencarnada en Maggie la gata, llegara al sanatorio mental a compartir su destino de desolación y abandono. Hasta allí se acercaran, quizá, mucho después, Stanley Kowalski y Brick Pollitt, ya envejecidos, carcomidos por el alcohol su grito y su silencio respectivo, para traer una carta del único hombre que pudo haberlas amado a ambas, a las tres: el puro, el bueno, el traicionado Mitch. Atado a querer y cuidar a mujeres que ya solo podían ser su madre.
Es en ese sanatorio donde hoy murió Maggie.

18 marzo 2011

dai


Rachelle alberga apenas 23 de los 150 años que cumple hoy Italia desde su unificación. Es tan joven que, entre la ficción y la realidad opaca de la que habla Lucía Magi en El País 12.3, ella sería la ficción. Luminosa, clara, directa, es todo lo que la invención parece haber arrebatado a la vida en su país. Si la ficción respira y se mueve, la realidad italiana es un fósil ya desde ese término adscrito –opaca- que viene a ser apenas el hueso de lo que nos conformamos con pensar de ella. Italia no es opaca, como no lo es España, Libia, Estados Unidos o China. El esfuerzo por ocultar lo que no se desea reluzca en su brillo exacto suele fijar, acaso como no lo haría la transparencia de lo anterior, lo que se declara falso. Las muestras de su desarrollo cívico, su primer ministro, la penumbra que acoge a Saviano, la iglesia que acoge en su estómago… son exactamente lo que parecen, cuentan de sus clientes, patrocinadores, la verdad precisa. Raquelle dice no tener nada en contra de la iglesia, cómo berlusconi no es su país. Y así, lentamente, ficción y realidad se encuentran en la gestación: el brillo voluntario de la invención crea su sombra exacta: el país opaco, hecho de las miradas precisas.

15 marzo 2011

La velocidad de paso del Apocalipsis


1. Cuatro metros es lo que ha desplazado su territorio el terremoto que acaba de devastar Japón, y asombroso como sea poder medir la velocidad del apocalípsis en metros por catástrofe, estremece más pensar cuánto desplaza el reloj en paralelo, los metros de tiempo que un tsunami pueda quitarle a una población, hasta dejarla una década atrás. Las olas se adentran diez kms. en el interior del país y las posibilidades de disfrutar de la prosperidad alcanzada retroceden diez años. Incluso sin la aportación del jinete nuclear, es una devastación que se lleva por delante todos los tiempos de un país –su presente en el acto, su futuro a los pocos días, más dramáticamente su pasado, que al irse y llevarse todo el esfuerzo puesto en pie por millones de seres humanos durante sus vidas, también, en este caso, trae de vuelta la imagen del país que hubo de reinventarse tras las hecatombes nucleares de 1945. Como demuestra la vasija del reactor de la central de Fukushima, no sirven los refugios construidos desde entonces, o solo protegen del pasado. Los que deberían protegernos de futuros como este no pueden ser construidos, pues a diferencia de las catedrales que atravesaban siglos desde su inicio hasta su finalización, el plano de lo que deberíamos diseñar para vivir a salvo es uno que ni siquiera resiste, ya no años de ejecución, sino siquiera ser transportado un piso más abajo, donde las prioridades serán indefectiblemente otras. La devastación también empieza en la forma de ver venir la ola.


2. Aunque un desastre parezca unificar el aprendizaje, solo redirige automáticamente la empatía. Y no es poco, por supuesto. Solo que, inservible a partir de determinado umbral sísmico, como el que informan los satélites, nuestra atención al desastre también es un sistema de alarma que necesita rozar los máximos medibles para afrontar los daños cuando son ya inevitables. Las lecciones de Chernobyl y Bhopal en la década de los ochenta, como las de Indonesia hace siete años, o Haití a principios del año pasado han visto su irrealidad transformada en ficción entre nosotros, en algo que, de puro improbable, pueda perfectamente guardarse en el cajón de lo impensable, lo irrecordable, lo inaprendible. Ocurre también con las hambrunas, con las crisis cíclicas que arrasan el mundo a partir de la estafa inmobiliaria, con la usura en los mercados de materias primas, con las elecciones ganadas por ideas ineptas, incapaces de gestionar la complejidad, la necesidad de explicar el sacrificio, de priorizar la educación, de separar el rumbo de un país del que para sus súbditos deseen las religiones, las empresas, las clases enriquecidas. A distancia, esperando turno para cualquiera de sus derrotas posibles, sin transformaciones en nuestra forma de habitar el mundo, nos levantaremos cada mañana como supervivientes de permiso.


3. Como si en vez de estar separados por océanos y divididos en placas tectónicas viviéramos en planetas distintos con solo hablar otra lengua o habitar unos cientos de kilómetros más allá, lo que ocurre en el mundo no tiene relación con lo que cada uno debería hacer para prevenir su repetición. Se llama conciencia de especie, y no podemos tenerla sin antes desarrollar la de sociedad, que tanto nos haría falta. Soñarla no es mucho más endeble que aspirar a ella, y la prueba es que preparar una sociedad para un seísmo, que más allá de un límite deviene forzosamente catastrófico, se parece mucho al suicidio pactado con que asistimos al advenimiento del cambio climático, cuyas consecuencias son despreciadas porque quienes podrían empezar a minimizar sus causas –responsables de gobiernos y empresas- solo funcionan con actos a corto plazo, y solo si les garantiza la paz de sus accionistas o electores. Y también porque quienes podríamos exigir medidas contra la amenaza –todos los que no dirigimos gobiernos o empresas- estamos ocupados en prosperidades o subsistencias tan precarias como el tiempo de que disponemos para asistir a ellas sin que la ola de lo urgente se lo lleve diariamente por delante. Tampoco ayuda a hacernos más sensatos el que el cambio climático sean varios cambios climáticos que, como todo lo que nos socava, sucede a cámara lenta, no solo por etapas sin programa reconocible, sino a un ritmo que avanza lento pero inexorable en todo el planeta, como documentan los estudios que salpican frecuentemente las páginas de esos periódicos que son papel mojado antes de que un tsunami venga a terminar el trabajo.


4. Como si la rotura fibrilar fuera consecuencia natural de desplazarnos, aceptamos que el progreso –es decir, el consumo por minuto al que no estamos dispuestos a renunciar- conlleve automáticamente el envenenamiento del aire que respiramos, de los alimentos que ingerimos, de cuanto la tierra produce para todos los seres vivos, no para servirnos de despensa o tierra quemable. Estudios constantes confirman el papel de las partículas tóxicas emitidas por los coches en enfermedades coronarias y pulmonares. Las emisiones de CO2 incrementan en un 20% el riesgo de inundaciones en países del norte de Europa. Los ocho años más cálidos registrados en el planeta desde 1880 han transcurrido en los últimos once. Los daños en la economía mundial asociados a los efectos del calentamiento global podrían alcanzar el 20% del total anual. Los cables secretos de Wikileaks revelan simultáneamente la impotencia y el objetivo de no alcanzar acuerdo alguno en las cumbres planteadas para fijar medidas paliativas. El calentamiento marino, el deshielo del Ártico, la desaparición de especies no son rumores, ensoñaciones ecologistas, algo que pueda ser leído como columnas de opinión. Los adjetivos son aquí variables estadísticas, datos que se repiten en varios estudios separados por años, constancias documentadas en partículas por metro cuadrado, en millones de personas desplazadas por la desertificación de sus hábitats, en litros de agua que los océanos hasta ahora no contenían en estadio líquido… el tipo de conocimiento por el que no se pasa indemne, cuya verosimilitud no puede ser juzgada como lo es la posibilidad de que un político sea o no imputado por corrupción, o que una facción criminal aparente tomar caminos civilizados de representación democrática. A fuerza de depender de una justicia que es tantas veces sospechosa de patrocinio o presión torticera, cuando se nos presenta una verdad que no nos necesita para ser verificada, no la reconocemos. Preferimos no hacerlo, ubicarla, en cambio, junto al resto de triunfos o fracasos posibles, a la espera de demostración.


5. Por eso imaginar la imposibilidad de leer el periódico el día en que el mundo amanezca bajo los escombros, al paso de un océano, se parece tanto a leer en esas mismas páginas ayer, hoy, mañana, sobre esas replicas previas que, como avisos parciales, devastan el mundo por trozos y con el suficiente tiempo entre desastres para permitirnos olvidar que es parte de una misma amenaza de la que somos epicentro idéntico al que surge de los desplazamientos de las placas tectónicas. Solo en nuestro país, un nuevo partido político que se presume el primero de tonalidad ecologista que hayamos podido tener ha de debatirse estos días entre la necesidad obvia de predicar entre la población una ralentización general y urgente de nuestros hábitos energéticos y consumistas, y la certeza de cuán breve sería el lapso transcurrido desde que intente contarlo hasta que, desde los dos grandes partidos, se les acuse de retrógrados, fascistas poblacionales, negacionistas del desarrollo y la prosperidad, y lo más paradójico, de estar ciegos al rumbo del mundo y sus carencias y necesidades. ¿Cuántos de los que lean como necesarios sus planteamientos les negarán su voto solo por desconfianza en su capacidad de gestión de la complejidad, tantas veces antagónica, de un país?, ¿tantos como a la hora de votar jamás han ponderado eso como la razón de su elección?, ¿es que hay alguien que, al término de una legislatura, esté satisfecho con la gestión de gobierno alguno, ahora o hace un siglo?.


6. Pura moneda electoral, el desplazamiento de lo que queremos hacer a lo que deberíamos es una profecía sin mesías posible, pero también puro músculo evolutivo, que a través de miles de años nos diseñó para subsistir al entorno, para vencerlo y no para entenderlo o adaptarnos a él. Como hemos demostrado en cada una de las guerras libradas por el hombre desde el principio de nuestra presencia, entre pugnar por adaptarnos y llegar a un acuerdo, o intentar vencer, jamás escogeremos lo primero. Aunque eso signifique perder. Y hacerlo varias veces, primero por partes, algún día, del todo. No a mucho tardar, con desastre nuclear o sin él, Japón desaparecerá de los periódicos, y en su lugar acaso El País volverá a ampliar el número de páginas destinadas a contar el deporte del domingo –el fútbol, para entendernos. Y así, lenta, plácidamente, continuaremos pensando que lo que nos dan es lo que deberíamos tener. Ningún municipio, gobierno u organismo mundial sugerirá cambios en nuestro patrón de desarrollo y consumo si no es bajo pedido. Y solo un iluso pensaría que ese momento sucede cada cuatro años delante de una urna. Raramente una revolución se funda en la necesidad de rentabilizar mejor una práctica existente, pero esta solo lo será si empieza ahí: en hábitos que hagan deficitario invertir en destrucción ambiental. Una forma de entenderlo claramente es pensar qué tipo de industria fomenta uno con su comportamiento diario, y extenderlo a escala. Eléctricas, petroleras, armamentísticas, de alimentos genéticamente modificados, tabaqueras, plásticas… La lista es inmensa y está aquí, no para darnos lo que sus consejos de administración deciden, sino para que no nos falte lo que pedimos. La orden de producir parte de nosotros, no de ellos. Sin demanda, no habrá oferta. El clima está ahí fuera, el cambio eres tú.



imágenes tomadas de elpais.com

14 marzo 2011

Sinfonía para Cogburn y Ross



La música que escuchara Mattie Ross en 1929, cuando Charles Portis decidió ponerla a narrar la historia que le sucediera de adolescente, cuando se embarcó junto al sheriff Rooster Cogburn y el vaquero Laboeuf para vengar la muerte de su padre a manos de un pistolero llamado Tom Chaney, raramente podía parecerse a la que, entre la épica y la ternura, Elmer Bernstein iba a escribir en 1969 para acompañar su periplo, que era a la vez el del ocaso del western como género dorado, también en el sonido con que el cine escogiera narrarlo, y que era, inequívocamente, el de la culminación de una epopeya de la que John Wayne no era menos padre fundador que Lincoln o Jefferson, un siglo antes. Hay nostalgia en la música de Bernstein, escuchada hoy, y acaso la hubiera también a finales de los sesenta, cuando Henry Hathaway, como Wayne, o Ford, ya solo podían aspirar a capturar a Tom Chaney, y no al género al que dieran su nombre, que se perdía en el horizonte. Todos ellos llevaban años muertos, y Hathaway solo esperaría un año más, cuando Joel y Ethan Coen dirigieron su primera película, Sangre fácil, en 1984. Bernstein falleció en 2004 y solo Portis vive hoy para ver la prodigiosa reencarnación de sus personajes en manos de los Coen, que viaja hacia atrás para superar ampliamente el tiempo en que Hathaway rodó la primera versión, y contar su historia tal y como Portis la escribió: con una nostalgia hecha de pérdida, y donde la memoria y la gratitud no son suficientes para llegar a tiempo de contemplarla una vez más. Como si en el viaje hacia delante los Coen hubieran pasado de nuevo por su propia memoria, su Valor de ley contiene la sangre y la facilidad, escasísima piedad y la única concesión a la bondad en el rostro de Matt Damon. La música de Carter Burwell es sombría, cuenta el viaje por un paisaje que es, junto a su épica, el abandono que acompaña la soledad, ese envejecimiento del ánimo que es el desaliento. Es una música hecha para contar a Cogburn y Chaney. La de Bernstein suena, en sus mejores momentos, al latido emocionado de la adolescente por la que pasaba la historia en tiempo real en la versión de Hathaway. Burwell ha escrito para la Mattie Ross adulta que viaja en ese tren que, acaso mientras la lleva de un extremo del país al otro, lo hace a la velocidad necesaria para que el anciano Cogburn muera a tiempo de que su reencuentro, como el del oeste que fue y el que sería desde entonces, sea ya imposible.

05 marzo 2011

el síndrome de Audi



Durante años, al menos en los últimos veinte, esperar el lanzamiento de un nuevo modelo de Audi no debía ser menos anhelado por quienes disponían del dinero para adquirirlo, de lo que lo era en las agencias de publicidad, donde cada uno de sus anuncios era recibido como una señal de que otro mundo era posible, y no específicamente el que Audi vendía a cambio de cada una de sus obras maestras de treinta segundos de duración. Lo que Audi ofrecía, a través de su agencia barcelonesa Tandem DDB Needham, era más valioso: una pregunta para cada uno de quienes pugnaban sus días en crear ideas para clientes infinitamente menos agraciados, con presupuestos que no pagarían uno solo de los aros del logo de Audi, acaso en un entorno laboral menos propicio a la sutileza. A fuerza de insistir, para quienes trabajábamos en los departamentos creativos, Audi pasó de ser una marca de coches de lujo a una forma de contar las cosas, en la que lo contundente no desdeñaba lo poético, y la inteligencia afinadísima, la legibilidad. Uno fracasó cada uno de sus días tratando de aplicar esa ambición a cuantos clientes pasaran por mis manos. Y cada uno de esos días, Audi seguía ahí para proporcionar, como un salvavidas, la pregunta: ¿es necesario tener el mejor producto posible para hacer el mejor anuncio posible? Y mientras la propia naturaleza de este trabajo sugería la respuesta, Audi amparaba otras: sí, puede contarse tecnología con objetos sin brillo, rodados para semejar tristes. Puede contarse con hilanderas. Con puertas de garaje. Puede contarse sin mostrar un solo segundo de coche en movimiento. Y puede contarse con Stendhal. La gran cultura, incluso la cultura básica, frecuentemente tiene en las agencias estatus de elitismo, en la correctísima asunción de que no cabe esperar del público del anuncio más sensibilidad, o solo más conocimiento, del que tiene quien juzga la idea en los despachos de la agencia o del anunciante. Y que son mero logro del abandono de cualquier intento de reivindicar una cultura humanista, de la sustitución de la literatura por la autoayuda, del empobrecimiento del lenguaje, de la sustitución de la idea por el eslogan, de la boba primacía de la imagen en una sociedad solo funcionalmente alfabeta. La publicidad no está aquí para educar a nadie, ni para hacer a la sociedad mejor mientras se palpa la cartera, pero como demuestran esas otras ramas de la publicidad engañosa que son la política y la economía, nunca sabremos cuán debe una idea a la forma de presentarse en público, cuán carga el marketing con pesos torvos que acaso no estaba destinada a cargar. Solo por eso, por sacar de esas alforjas lo que nadie espera ya de un anuncio, Audi dignifica este negocio y lo que éste podría hacer por la sociedad a la que vino a vender cosas que uno abandonará algún día.

04 marzo 2011

cebos


Eres un delfín. Un día, mientras nadas en las aguas tropicales de México, a la altura de Isla Mujeres, ves esto: 400 figuras humanas sospechosamente inmóviles, cubiertas casi enteramente de musgo, coral, moluscos varios. Aunque no lo entiendes, recelas. Te alejas, sin saber de qué somos el cebo. A qué causa sirve el sacrificio.

bosques vascos de Birnam


Al igual que en Macbeth todos entienden mejor que él las profecías sangrientas que le auguran el trono, fuera de los escenarios tampoco abunda ese don de la política que es comprender por igual el ansía de poder y la sangre con que tus dedos salen a buscarlo. Justo tras venir de matar a Duncan, Macbeth se dirige a sus manos como si se las pudiera hacer responsables de actos que él ignorara o de las que pudiera ser eximido.
Los partidos que en las últimas décadas se han turnado la defensa del asesinato en el país vasco, o han vivido al amparo legal de quien mataba, en ello se declaran alternativamente Macbeth o las profecías –es decir, o son el elegido para defender lo que el destino pone en ellos, o son, no el depositario, sino el mensaje. No la mano que lo empuña, sino las razones que otros –los asesinos- interpretan como lo hacen. En la obviedad de que son ambas cosas –la razón y la mano criminal, por acción o inacción- se trasciende la prueba definitiva de sus actos –que, como Banquo en Macbeth, el que mejor lo entiende es el que acaba asesinado. El símil viaja hacia atrás en el tiempo, aunque no salga del teatro, pero también hacia delante, donde la denuncia clásica y torva de pueblo sojuzgado y oprimido encuentra su versión real en lo que estos días sacude las cleptocracias árabes. Y en el que las amenazas con que los tiranos purgan sus últimos días en el trono, tanto suenan a las que los portavoces de los independentistas vascos truenan a modo condescendiente en esos, tan sabidos, no necesitar condenar el asesinato porque quienes lo piden “solo pretenden generar dudas”, “tapar el inmovilismo del gobierno”, “desviar la atención del problema real”, o “imponer actos intrascendentes” con que portavoces de asesinos y lehendakaris cómplices vienen sembrando los periódicos desde hace décadas.
Llega un momento en la vida de casi todo régimen represivo en el que los dirigentes –y las fuerzas militares que durante mucho tiempo les han mantenido en el poder- deben tomar una decisión que normalmente no tiene vuelta atrás: cambiar o empezar a disparar –escribe David E. Singer en The New York Times. Sean mercenarios o cuerpos regulares, quienes empuñan armas en eta son un ejército. ¿Por qué no considerar a quienes, desde las ruedas de prensa, los mítines y manifestaciones, les dirigen como lo que son: consejos militares que tratan la constitución como lo haría un golpe de estado?

02 marzo 2011

El ángel exterminador, 2


Una forma de imaginar cómo vencer el miedo es pensarse convertido en aquello que lo produce: hacerte asesino si te asusta la muerte. Aspirar a la política si el terror es el qué dirán. Correr durante cincuenta años si te preocupan tus rodillas.
Así, el miedo puede convertirte en un predador que actúa como cree que necesita hacerlo para no ser devorado. Pero también puede hacer de ti uno que lo es por falta precisamente de ese miedo. Las agallas de los primeros –empleados, súbditos, operadores de apoyo- consisten en tomar decisiones éticamente erróneas a sabiendas; las de los segundos –dueños, políticos, líderes-, en hacerlo con la arrogancia que da la impunidad. Los primeros habitan aguas laborales profundas, no se les ve, la protección consiste en su penumbra. Los segundos nadan cerca de la superficie, y la luz que les baña en vez de delatarles funciona como foco a cuyo haz exhibirse.
Uno nada en las aguas que puede y no en las que quiere, y como la mayoría, uno emplea las formas de autoridad que tiene a su alcance, que es decir la influencia que el trabajo o la posición familiar permiten tras años de práctica y desgaste. Y sin echar de menos un poder más absoluto –que debería conllevar similar responsabilidad-, uno desearía ese rasgo del predador avanzado que es su invulnerabilidad, dado el terreno adecuado. Poder surcar la vida libre de amenazas. Aunque el precio sea, como ocurre fuera del agua, por un instante haberte convertido en ella.